Vivir con chinos: sorpresas te da la vida

In by Andrea Pira

Para lograr una mayor inmersión en la cultura china decidí compartir departamento con amigos chinos. Sin embargo, hoy a todos recomiendo que si quieren prolongar su estadía en China mejor no lo hagan.
Hay dos perfiles muy marcados en los extranjeros que llevan mucho tiempo viviendo en China. Los primeros viven en burbujas, físicamente están en China pero viven en realidades paralelas. Sus amigos son extranjeros, compran en supermercados extranjeros, frecuentan lugares extranjeros, no hablan chino ni les interesa y cuando se trata de dar una opinión sobre un tema de coyuntura repiten lo que leyeron en BBC. Cuando necesitan hacer trámites importantes, fingen ser idiotas para que un chino renegando de rabia por tener que lidiar con un laowai shabi 老外傻逼 (extranjero tonto) tenga que ayudarles. Ese tipo de extranjeros prefirieron vivir en la ignorancia porque dicen que es más sano emocionalmente.

En el segundo grupo están los auténticos amantes de la cultura china, los que desde niños soñaban con comer con palillos, los que preparan ravioles en el Festival de la Primavera y que hablan chino perfecto. A este grupo pertenecen también los que, por amor o conveniencia, se casaron con chinos y terminaron inevitablemente engullidos por el país.

Cuando llegué a China tenía claro que no me quedaría a largo plazo, pero sabía que durante mi estadía haría todo lo que estuviera a mi alcance para entender el pensamiento chino y su cultura. Trabajaba en una empresa china rodeado por chinos, almorzaba comida china y no tenía amigos extranjeros ni locales. Así que emprendí un ejercicio de etnología y decidí buscar un chino con quien compartir una casa. En el portal The Beijinger, encontré a Hu Na, o Heidy. Alta, delgada, 24 años, capitalina, con un cuerpo que evidenciaba las largas horas de trabajo que pasaba en el gimnasio. Había estudiado Diseño Gráfico, pero prefería dar clases de spinning. Era hija única, sus padres ya habían comprado dos departamentos que ella heredaría y, en busca de independencia y para mejorar su nivel de inglés, Heidy había decidido mudarse a vivir con extranjeros. Alquiló uno grande con tres cuartos en la zona de Caofang, al final de la línea 6 del metro. Luego publicó un aviso en The Beijinger para arrendar los cuartos y así conoció a Abdul, un jordano de 40 años, soltero y, a primera vista, encantador. Abdul se mostró educado, hablaba bien chino y tenía un buen trabajo. Razones suficientes para que Heidy confiara. La semana siguiente llegué yo y la casa estaba llena. Pero bastaron unos días para que Abdul sacara las garras.

El violento rompe platos

El primer domingo de mi nueva vida compartiendo casa comenzó con gritos. Me desperté asustado. Abrí lentamente la puerta y vi a Abdul enfurecido. Le reclamaba a Heidy por qué había cambiado de lugar sus cosas en la cocina. Él estaba buscando el té y no lo encontró, entonces estalló. Heidy le repetía que solo quería ordenar un poco las cosas, que la disculpara. Él lanzaba al piso todo lo que encontraba. Rompió varios platos y vasos. Heidy lloraba mientras esquivaba lo que Abdul le lanzaba. Esta escena duró unos minutos, aunque pareció una eternidad. Yo estaba tan sorprendido que no alcancé a reaccionar. Sentí aquella sensación de desamparo que tantas veces experimenté en China. Apenas Abdul se cansó de romper cosas, entró a su cuarto, Heidy al suyo, y yo cerré el mío con llave.

Pasaron dos días de aparente calma hasta que llegó el Día de la Madre. Como es mi costumbre, converso con mi mamá por Skype. Ese día, en especial, conversamos durante más de una hora. A la mañana siguiente, Heidy me envió un mensaje pidiéndome que, por favor, no volviera a “meter putas” en mi cuarto porque eso estaba prohibido. No sabía de qué hablaba, así que la llamé para aclarar las cosas. Me dijo que Abdul se había quejado de que yo había “metido” una prostituta en mi cuarto y que él había escuchado todo. Le expliqué a Heidy que yo no había llevado a nadie a la casa y que la voz que él había escuchado era la de mi mamá. Esa noche esperé que él llegara a casa y le reclamé. Él se enfureció. Me dijo que quién creía que era para atreverme a reclamarle. Comenzó a gritarme y como “el que discute con un necio es dos veces necio”, me di la vuelta y lo dejé hablando solo. Al día siguiente me mudé.

Las reglas absurdas

Como prácticamente salí corriendo de esa casa, no tuve mucho tiempo para buscar un nuevo cuarto. Así que volví a The Beijinger y encontré uno que estaba solo a una estación de metro de distancia. Ese sector realmente me gustaba porque los edificios son nuevos, bien decorados y el arriendo es relativamente barato. En mi apuro por mudarme no medité con calma las condiciones del nuevo departamento. Li Na, china de 26 años, era la arrendataria principal. Tenía un cuarto disponible y también una sola condición: no se podía recibir ningún tipo de visitas nunca. En ese momento no me pareció importante. Estaba asustado y solo quería salir corriendo del otro lugar, así que acepté.

Li Na era todo lo opuesto a lo que había leído en internet sobre el comportamiento de los chinos en casa. Era extremadamente limpia, ordenada, usaba productos de marcas extranjeras que compraba en Hong Kong, practicaba yoga en la sala y en el baño tenía una máquina para hacer masajes de pies. Además, siempre me regalaba un dulce de distintas partes de China para que probara la diversidad de su país. Li Na vivía en Beijing hace cinco años, pero era de la provincia de Hebei. Trabajaba como vendedora en una inmobiliaria y sus comisiones le permitían llevar una vida llena de viajes, ropa y diversión. Le encantaba cocinar. Preparaba unas deliciosas sopas picantes y un “Gong bao ji ding” para chuparse los dedos. Este plato hecho con pollo y maní, de sabor dulce y picante es uno de mis favoritos actualmente y creo que es gracias a ella.

Aunque nuestra relación era cordial, nunca llegamos a ser amigos porque después de dos meses, me harté de su regla de “no a las visitas” y decidí mudarme. Un amigo chino de 29 años al que conocía desde hace un año atrás estaba buscando compañero de apartamento y no dudé ni un minuto en mudarme para vivir con él.

Ceder para convivir

Aiguo Wang también era oriundo de Hebei. Tiene 29 años y trabaja en China Unicom. Con él pude atestiguar el gran estrés que viven los chinos provenientes de pequeñas ciudades al tratar de conseguir el hukou (sistema de registro de residencia).

Él también era lo opuesto al estereotipo de los chinos desordenados y poco adeptos a la limpieza. Era muy ordenado. Cada espacio en la cocina estaba asignado para un objeto específico y a mí no me quedó otra opción que memorizarlo para que él no se enojara. Los condimentos debían ir en la alacena izquierda, las ollas a la derecha, el agua debía estar junto a la tetera y en el piso de la cocina no podía haber ni una gota de agua, todo debía estar reluciente. Confieso que me costó acostumbrarme al extremo cuidado que Aiguo tenía en cada detalle de la cocina, pero luego me resultó natural.

Es un hombre muy disciplinado. Hace deportes, trabaja y estudia francés por internet. Estableció horarios para el uso del baño, lavar la ropa, limpiar la casa, cocinar, en fin… todo estaba fríamente calculado. Me sentía en un cuartel militar en el que vivía preso y con temor de que un día cometiera el crimen de no dejar la licuadora en su sitio y Aiguo explotara. Opté por usar lo menos posible la cocina.

Pero más allá de su patológica concepción del orden y la limpieza, lo que me sorprendió es su manera de controlar incluso sus emociones. Recuerdo un día en que lo encontré hablando por teléfono, mejor dicho gritando. Parece que del coraje se le salieron las lágrimas y, cuando cerró la llamada, traté de consolarlo, lo abracé y él me empujó diciendo: “no estoy acostumbrado a recibir abrazos, eso en China no se hace”. Lo hizo varias veces, así que, poco a poco, fue logrando que yo no me inmutara viera lo que viera. No puedo negar que pasamos muchos momentos de alegría como cuando me enseñó a preparar fideos con carne al estilo de su ciudad. Tampoco puedo dejar de reconocer lo mucho que me ayudó haciendo trámites o yendo al médico, cuestiones en las que el idioma es un gran obstáculo para un extranjero.

Pasaron los meses y yo comencé a recibir cada vez más visitas de amigos extranjeros que venían a ver películas o a cocinar conmigo. Aiguo le incomodó esta situación, así que estableció una nueva regla: solo podía recibir dos visitas semanales. Para mí, fue un deja vu. Y esta vez no estaba dispuesto a soportarlo.

Me cansé de que me dijeran cuántas veces me pueden visitar, que me impongan horarios para todo, me cansé de sentir que mi casa es un colegio y que mi compañero de apartamento es un inspector y no un amigo. Por eso decidí mudarme otra vez.

La princesa de las uñas sucias

Raixiou fue la siguiente roommate china con la que compartí un departamento en la zona de Dongzhimen. Trabajaba en una aseguradora extranjera donde ganaba muy bien, había viajado por varios países, vestía trajes de Michael Kors, carteras Gucci, y tenía un largo y brillante cabello negro. Todo eso decía su perfil en Wechat. Sin embargo, casa adentro, Raixiou no era la misma chica sofisticada de las fotos. Cada mañana usaba el lavamanos, y no la ducha, para lavar su largo cabello. Eso implicaba que al terminar, el baño quedaba completamente mojado y lleno del cabello que se le caía. Varias veces olvidó bajar la válvula del sanitario después de ocuparlo. También olvidaba lavar los platos donde comía.

Afortunadamente pasaba la mayor parte de los días en casa de su novio estadounidense, pero cuando ambos venían al departamento, yo tenía que soportar su concierto de gemidos y gritos. A veces pensaba que le gustaba ser escuchaba. Recuerdo que una vez llegó completamente borracha y vomitó en el baño. Ese no era el problema, sino que después de vomitar, olvidó limpiar y al día siguiente cuando desperté su vómito ya se había convertido en una masa mucosa hedionda. Pero claro, ella se despertó como si nada, salió de su cuarto luciendo un elegante traje negro, gafas grandes para ocultar cualquier evidencia de la borrachera en su rostro y bañada en perfume Chanel. Vio el desastre que había causado en el baño y solo dijo “sorry”.

Después de todas estas experiencias, cuando alguien me pregunta si recomiendo tener roommates chinos, respondo que no. De los chinos, así como del fuego, hay que guardar una distancia prudente para calentarse sin quemarse.

[Crédito foto: gmw.cn]

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