Una novela china (sexta entrega)

In by Andrea Pira

Sexto capítulo de nuestra entrega semanal de Una novela china, escrita por el argentino César Aira.

6

Lu Hsin, sentado a la cabecera de la mesa, ante el silencio absorto de los invitados, se llevó a los labios una tacita de té… azul. Tomó un sorbo de té azul, respiró, y tomó otro. Terminó la tacita de un sorbo más, y volvió a llenarla con el té azul de una tetera blanca de porcelana traslúcida, llena hasta la mitad. Cada uno de los invitados, cinco graves señores mayores, estaba sentado frente a una tacita idéntica a la del anfitrión, llenas asimismo de té azul. Habían observado atentamente a Lu Hsin, aun sin parecer que lo hacían. Como si salieran de un sueño, o dentro de él adquirieran movimiento, alzaron todos a un tiempo la mano derecha, tomaron sus tacitas, y se las llevaron a los labios. Un sorbo, en el silencio perfecto: cinco sorbos. Lo degustaron, pensativos. Remaba la impresión de que a ellos no se los podría engañar, no digamos con té chasco, pero ni siquiera con un buen colorante puesto en la infusión. Y a pesar de esa certeza, estaban en trance de comprobar una verdad inverosímil. Vaciaron las tacitas confirmando un juicio. Las devolvieron a la mesa con ruiditos secos, espaciados: la música secundaria del té.

-Es té, indudablemente -dijo uno de ellos. Los otros asintieron.
Se sucedieron entonces las congratulaciones a Lu, teñidas de disculpa, como si dijeran que había sido un trámite burocrático más.

Los cinco ancianos, reconocidos expertos en arte, habían sido jurados en un concurso de pintura con té, de los que son tradicionales en nuestro país. Con las distintas variedades de té, aplicadas con pincel sobre los papeles clásicos de los acuarelistas, se obtienen exquisitas coloraciones pardo grisáceas, doradas, amarillas, ocres en todas sus tonalidades, anaranjadas, y hasta un tenue rojo. Pero nunca azul; de ese color no había, antecedentes en los cuantiosos anales de la pintura con té. Todos los colores de un bosque en otoño, pero no el cielo que se alza encima de las copas de los árboles. Todos los colores de un crepúsculo, pero no el que está antes de las transformaciones. Sin embargo, en este concurso se había presentado una obra íntegramente pintada en azul, en los más diversos matices del azul, desde el profundo y opaco en el que viven los pulpos, hasta el aéreo y lavado con blanco en el que flotan las nubecillas del mediodía. Las obras se juzgaban únicamente por sus valores pictóricos; hacerlo de otro modo habría significado rebajarse a un nivel artesanal, o de mera curiosidad o hobby. El cuadro azul había superado a los demás presentados, por su inspiración y su destreza técnica; era el mejor, pero ¿era té? Su autor, que no era otro que Lu Hsin, había debido invitar a los jurados a probarlo en su casa. Ahora, el final requisito había sido satisfecho. Bebieron su té, y todos en paz.

Apoyado en una silla, como un invitado más, estaba el cuadro ganador: un retrato del presidente Mao, de asombroso parecido, todo azul.

Cuando los jueces se retiraron, Lu volvió a trabajar en la imprenta, donde había pasado, salvo ese breve y extravagante intervalo, todo el día; al siguiente repartían la Gaceta, que debía quedar lista sin falta. Y así fue, a costa de una labor extenuante. Desde hacía por lo menos una semana tenía la idea de escribirle una carta al ministro Chu, pero por un motivo u otro nunca encontraba el momento para hacerlo. En razón del tema peculiar que debería comentar esa carta, calculaba que sería preciso esmerarse especialmente en su redacción. Hoy, se había hecho tarde, y estaba cansado.

A última hora, no hallaba más inspiración que la muy escasa necesaria para beber un poco en compañía de su amigo Wen Tsi. Aun así, éste lo encontraba desagradablemente distraído, absorto, ensimismado, y con los ojos más entrecerrados que de costumbre. Le preguntó si no se sentía mal.

Lu suspiró, y ésa fue toda su respuesta. Wen Tsi se volvió hacia la señora Whu y le hizo un comentario sobre la calidad de los nabos de la temporada. Lu volvió a suspirar, con lo que probó que estaba más atento de lo que parecía. Wen se ocupó de llenar otra vez las tres copas de coñac: el líquido brilló mientras se calmaba su turbulencia, reflejando la luz rosada de una lámpara de papel colgada exactamente sobre la mesa. Todos los gestos y las intenciones parecían extinguirse uno tras otro, en una cadena sin objeto y un brillo sin consecuencias. Era una noche de primavera, la primera después de la última nevada; los vanos de blanca nieve retrocedían como brumas selenitas. Wen hizo una mesurada referencia a ese hecho, y la luna lo confirmó acentuando su fulgor difuso en los vidrios nuevos de las ventanas… ¿o eran las paredes? La casita entera parecía haberse ido desmaterializando, y ya era como si el cono de luz rosa en cuyos bordes se encontraban los tres se hallara mágicamente plantado al aire libre, entre las montañas.

Wen Tsi bebía. Desde hacía un año traía sus propias botellas de coñac, y se invitaba a sí mismo con prodigalidad. Sus visitas se multiplicaban en consecuencia. "My house is not an inn", citaba Lu a veces, a miss Moore, y completaba el verso con un toque de sorna: "Is his bar". Wen había obtenido un inesperado suplemento a sus ingresos, gracias al nombramiento de Verificador Escolar del sur de la provincia, y las imaginarias responsabilidades del cargo lo abrumaban al punto de hacerlo recurrir al alcohol. En el contraste de la realidad ilusoria de la causa y la ilusión real del efecto, veía algo así como un logro personal.

Menos engreída, la señora Whu bebía por regularidad de la inconsciencia. No se limitaba para nada. Después de una cantidad indefinida de copas, un observador imparcial habría podido decir que se encontraba "embotada"; pero un conocido, probablemente se habría abstenido de juzgar. Era una señora muy callada. Sus períodos de bebida coincidían con las ausencias de Hin: ya fuera que la niña durmiese, como era el caso en esta noche de primavera, o estuviera en la escuela, el borde de cristal se acercaba a sus labios. Lu se preguntaba si la progresión sería irreversible. Se limitaba a preguntárselo, porque a las biografías ajenas las prefería enigmáticas.

A pesar de lo avanzado de la hora, hubo una visita más: el señor Chao, un vecino, padre de familia, que en los últimos meses se había vuelto una presencia asidua en casa de Lu.
-Vi la luz -dijo-, y pensé…

No completó la frase, cosa habitual en él. Y en este caso la había interrumpido muy oportunamente, porque nadie era más abismado que él en cuestiones de pensamiento. ¿Pensaba? Los amigos viejos de Lu Hsin se inclinaban por una enérgica negativa. Eso podía explicar su preferencia por esta clase de compañía. Por tal motivo, o por algún otro difícil de imaginar, parecía haber encontrado de pronto muy acogedora la casa del vecino, de quien lo había sido veinte años sin más intercambio que un saludo casual en la calle. Era un hombre pequeñito, vestido a la antigua, absolutamente ignorante. Un escéptico de la historia. Era la prueba viviente de que también se podía ser un conservador ignorante (aunque él ignoraba incluso que fuera conservador). Sin embargo, tenía interesantes ideas prácticas, como las podía tener una planta o un insecto, y Lu había sacado provecho de ellas en más de una oportunidad. Al señor Chao, ver reproducidos sus pensamientos en los escritos técnicos de Lu Hsin, lo había convencido de que era un intelectual. No advertía que intelectual era precisamente el que pensaba con la cabeza de los demás, no con la propia. Era abstemio. Como esa noche no halló humor de conversación, se retiró pronto. A la mañana siguiente muy temprano estaba en pie y daba vueltas por el jardín delantero de su casa, desde donde dirigía ciertas miradas a la de Lu. Allí no se movía nadie, todos dormían. El señor Chao esperaba a Yin para sacarle información y meterle ideas en la cabeza; lo hacía con cierta frecuencia; en su estupidez inmensa no se daba cuenta de que la malevolencia, al repetirse, pierde todo efecto.

Yin era el joven asistente del señor Lu; todas las mañanas era el primero en llegar a la "redacción", abría la oficina y empezaba el trabajo, antes de que su patrón se despertara. Al vecino le dio la impresión de que tardaba más de lo acostumbrado, pero como no tenía reloj, sus impresiones en ese sentido estaban sujetas a un amplio margen de error subjetivo. O le parecía que era demasiado tarde, o que era demasiado temprano; y cuando no le parecía ni una cosa ni la otra, le parecían las dos a la vez. Si un individuo tan tonto hubiera además estado dotado de pensamiento, seguro que se habría vuelto loco al cabo de la primera media docena de sus razonamientos.

Pero al fin lo vio venir, montado en su bicicleta. Se creyó en el deber de reconocer, en su fuero interno, que nunca lo había visto llegar tan temprano. Salió a la calle y lo detuvo, con una sonrisa nerviosa. Yin era un niño de unos quince años, muy alto para su edad, delgado, de pelo muy corto y cara soñolienta.
-¿El auxiliar madruga levantándose más temprano que de costumbre? -le dijo, balbuceando bastante.
-No, señor. Por el contrario, hoy estoy un poco atrasado.
-Sí, sí, claro. Qué lindo día, ¿eh?

La juventud no presta atención al clima, y Yin era joven, casi demasiado joven. El señor Chao lo vio poner un pie en el pedal, y buscó rápidamente algo que decir:
-Escucha, debo hacerte una advertencia…
Yin asentía con la cabeza. ¿A qué?, se preguntó el otro. Todavía no le había dicho nada sustancioso. Pero, en un relámpago de lucidez, tan rara en él, comprendió que no tenía nada sustancioso que decirle.
-¿Acaso ya te lo dije ayer?
Yin siguió cabeceando un momento más de lo necesario, por inercia, y después se detuvo. El señor Chao dijo:
-Creo que Lu Hsin no es un verdadero marxista.

No bien lo hubo dicho (y era algo que decía todos los días) sintió el temor agudo de que le pidieran una explicación. Pero no fue así. El cielo estaba velado por una niebla gris tan fina que parecía limpio y vacío. A la cima de la colina que tenían a la izquierda se asomó por un instante la silueta de un camión, cuyo ruido no les llegaba. Se oyeron unos trinos vagos, de pájaros enjaulados en la vecindad. La mano rugosa del señor Chao se alzó hasta el manubrio de la bicicleta, y los dedos sintieron el frío del níquel. En la puerta de su casa, estaba la figura misteriosa de la señora Chao. El acercó la cabeza al niño y volvió a hablar, en voz más baja:
-La intención secreta de Lu Hsin es…

Ahí se detuvo, con un gran dolor pintado en el rostro. Quería decir: "Es cometer adulterio con la señora Kiu", pero no se atrevía. El marido de esta señora era un hombre corpulento, y Chao tenía miedo de que le pegara si se enteraba de sus fantasías. Lo malo era que ya lo había dicho otras veces, por lo que ahora no podía felicitarse de su mutismo. Sólo podía lamentar su cobardía. Yin se apartó suavemente, como una sombra en la mañana sin sombras: como una sombra vuelta una figura, una imagen recortada. El dolor del mundo no le concernía. Abrió la oficina con su llave, levantó los postigos, y empezó a poner algo de orden. Era necesario, porque la noche anterior habían terminado de componer, y los papeles del señor Lu habían quedado por todas partes. Hoy imprimirían toda la jornada, hasta concluir, y después habría que doblar y empaquetar los periódicos para su distribución. El joven era rápido y eficaz, y sabía muy bien qué había que hacer.

Cuando entró Lu Hsin las planchas estaban en su lugar, las pesadas bobinas de papel enganchadas a la minerva, y el ambiente en general sólo esperaba el trabajo.

Detrás del señor Lu entró Hin, trayendo una taza de té para el primer ayudante. Se entretuvo unos minutos con ellos, viendo los preparativos. Antes de que pusieran en marcha la máquina entró el segundo ayudante, el pequeño Chiang, y la señora Whu, malhumorada, para llevar a la niña a la escuela. Lu Hsin revisó como hacía todos los días los útiles de Hin, que se reducían a tres ítems: un lapicero laqueado, un frasquito con escobillas, de borrador químico, y una cajita chata de cartón, dentro de la cual había varias hojas blancas de grueso papel estucado. Hin se despidió con cortesía y salió de la mano del aya.

Cuando volvió a la tarde, la novedad excluyente eran los patos, por los que sintió una fulminante pasión. No podía creer siquiera en lo que estaba viendo: diez patos distintos como figuras plantadas en el patio del fondo. ¿No era más de lo que podía esperarse, humanamente? Como todos los niños, solía creer que el mundo funcionaba de acuerdo con una estética superior, de índole placentera.

Hasta podría haber dudado de la realidad estable de la visión, de no haber estado mirándola también su papá, y el señor Wen. Este último, además, comentaba a las aves una por una. No había llegado a la mitad cuando se presentó el grueso señor Hua, lleno de exclamaciones que no tardaron en brotar de su boquita de capullo. Uno de los patos, decían los adultos, era un raro espécimen tibetano. Otro, manchú. El geométrico, por supuesto que un japonés mutante. El que más le gustó a Hin, si es que atinaba a decidirse, era el más pequeño de todos, enteramente negro. Su buen amigo Yin había salido de la oficina y vino a su lado. Al cabo de un momento, le preguntó qué le parecían. La niña no vaciló en manifestar su encanto, y lo hizo con tanta vehemencia que los caballeros se volvieron a mirarla. Estaba con los útiles todavía bajo el brazo, pues había pasado de la calle directamente al patio. El señor Hua le tomó el mentón, como solía hacerlo, con dos dedos regordetes:
-Son muy bonitos tus cua-cuás, ¿eh? No digo "pato" para no pasar por revisionista, ja ja ja. Apuesto a que no querrás comértelos.

Le gustó, aunque le intrigaba, el uso del posesivo. Tenía entendido que esas aves eran un regalo que le hacía la corporación de criadores de la Hosa a su padre, como retribución por su trabajo periodístico. ¿Pero qué era esa suposición bárbara de que se los comerían, como si fueran coles? Lo miró alzando las cejas con cierto escándalo. Los hombres se rieron de su reacción.
-Creo que son patos muy jóvenes -dijo el bondadoso señor Wen-, y podrás disfrutarlos muchos años… -Le dirigió una mirada burlona a su amigo Lu, que parecía relativamente hastiado. Todos esperaban su comentario. Cuando habló, lo hizo con reflexiones distanciadas:
-Nos falta espacio. Ya nos faltaba silencio. Y observo que no se les ocurrió la idea de enviarnos una pareja.
-Eso es cierto -asintieron los demás.
-Habrá que ocuparse de ellos, aunque no acierto a percibir con qué fin. Por mi parte, no tengo tiempo.
-Yo sí -se apresuró a declarar Hin, y con eso se cerró el debate.

Acto seguido se presentó Chao, y unos segundos después la señora Kiu. Poco después, en el orden propicio al mínimo de cortesía, sus respectivos cónyuges. Si los traía la curiosidad, se tomaban el trabajo de demostrar que se esperaban algo así. Lu se preguntaba si su sino sería siempre llamar la atención y atraer gente a su casa. Confiaba en ese fenómeno psicológico, el cansancio de la percepción. En ese sentido, los acontecimientos estaban infatigablemente a su favor. Hasta la señora Whu, que había contabilizado las llegadas desde la ventana de la cocina, salió al fin, dando claras muestras de haber bebido. En realidad, lo hacía siempre, desde la mañana. La afectaba una forma intrigante de artritis, y tenía una pierna deformada por esa causa: desde la rodilla para abajo, el miembro había sufrido una torsión casi completa, al punto que el pie apuntaba para atrás, lo que resultaba muy curioso de ver. Al parecer la bebida (pero no específicamente el aguardiente de ciruelas, que era su preferencia excluyente) la aliviaba; incluso un medico complaciente que Lu Hsin había hecho venir en consulta manifestó en su oportunidad que en determinados casos, la progresión del mal se detenía a fuerza de alcohol. La señora era de las que opinaban que nunca se abusa de un buen remedio.

El dueño de casa propuso tomar el té en el jardín, ya que estaban allí, y el clima se prestaba. Le pareció el recurso más eficaz para despacharlos relativamente pronto. Pues las teteras reales, por pródigas que sean, tarde o temprano se vacían. Sin recurrir, ni siquiera en el pensamiento, a su servicio doméstico, se encaminó a la cocina para poner el agua al fuego. Pero lo detuvo Hin, solícita.
-Yo lo haré, señor.
-¿Podrás arreglártelas?
-Claro que podrá -dijo el señor Hua-. Recuerda que somos nueve.
-¡Ya los había contado!

Lu sonrió. ¡Era tan ingenuamente sincera! El gordo se tragó la lengua. Yin iba tras ella, pensativo. La niña se volvió y le dijo que lo haría completamente sola. Lu Hsin la vio moverse adentro, al otro lado de los vidrios poblados por los reflejos del jardín, árboles y curiosos y hasta los famosos patos, contra el fondo soñador de las montañas. Apilaba las tacitas, abría la lata de té, vigilaba el primer hervor del agua; y las imágenes en los vidrios ahogaban sus pequeños ruidos.

Cuando terminaron con el té, y las conversaciones, y las despedidas, ya era el crepúsculo, y no había tenido ocasión de dedicarse un instante siquiera a la carta. Además, había trabajado todo el día en la impresión de la Gaceta, y recién ahora notaba lo cansado que estaba. Afortunadamente, se habían quedado solos. Le comunicó a la señora Whu que preferiría cenar temprano. Ella asintió, con más benevolencia de la usual. Lu se quedó como aniquilado en su silla. Hin se sentó al lado a hacer los deberes, y de vez en cuando iba a la ventana a mirar a los patos, que seguían inmóviles.
-¿Cómo puede ser? -preguntaba cada vez.

En ese intervalo llegó Wa Lung, el agente de distribución de la Gaceta en la Hosa interior; al iniciar su tarea de editor, Lu había organizado con niños (innovación fourierista nunca vista antes en la China) el reparto del periódico, y de esa etapa quedaba, y seguía siendo adecuado en las aldeas inmediatas, el grupo de colegiales dirigido por Yin. Al ampliarse el círculo de suscriptores, Wa Lung, ex licitador de estampillas fiscales, resultó invalorable armando la red de entregas a domicilio. Aparte de esta cualidad, ya histórica en la vida del diario, era un hombre de inteligente conversación, de tono muy discreto, por lo que siempre era recibido con gusto por Lu. Esta vez, lo sacó del marasmo de agotamiento.

Le dijo que casualmente se había visto obligado a venir a la aldea por una cuestión privada, y una vez liquidado ese asunto, había pensado que no valía la pena volver a su casa, y rehacer el camino a la mañana siguiente para buscar los periódicos; de modo que, si Lu Hsin le daba alojamiento… El aludido lo interrumpió para decirle que, además, lo invitaba a cenar. En cuanto al sueño, le tenderían una colchoneta en la oficina. La señora Whu fue debidamente informada. Para darle gusto a la niña, Lu le propuso al invitado salir al patio a ver sus patos nuevos a la luz de la luna. Ella abrió la marcha, y marcó, al detenerse, la distancia que consideraba justa para observarlos.

-Me alarma sobremanera que no se hayan movido un ápice -dijo Lu sin faltar para nada a la verdad: estaba realmente impresionado, y veía una mala señal en ese orden inmutable de ribetes filatélicos.
-Es para verlos mejor -dijo Hin-. ¿No son hermosos?
Wa le daba la razón con solemne convicción.
-Yo no los encuentro tan bellos -decía Lu.

Contemporizador, Wa admitía que tenían algo de absurdo, dentro de su especie de belleza, por supuesto.
-Más que absurdo: siniestro -corrigió Lu.
-Sí, de siniestro también… De misterioso, más bien.
-El honorable Wa da muestras de la magnitud de su tolerancia.
Los diez patitos, cada uno en su sitio, y de perfil, parecían siluetas de madera, pero palpitaban colmados de absurdo y de misterio. En la luz lunar, sus colores apenas si se notaban. Delante de cada uno (cortesía de Hin Hsin) había un platito con un bizcocho remojado en leche. No parecían tener intenciones de probarlo.

Entraron y se sentaron a la mesa. La cena que había preparado la señora Whu era pescado, una de esas grandes carpas que en los últimos años se habían vuelto el plato estelar en la dieta de los comarcanos, por la prodigalidad con que se reproducían en los embalses. Como de costumbre, la señora la había echado a perder preparándola mal. Era tan automáticamente ineficaz en la preservación de los gustos naturales, que al probar las carpas Lu se sorprendía al hallarles gusto a sashimi, aunque estuvieran recocidas, o a uno de esos símiles vegetarianos de pescado, por difícil que fuera extraviarse en la blancura de esos sabrosos peces casi domésticos. En cuanto a la salsa, podía calificársela sin error de "neutra". Wa comió en silencio, con apetito. Lu Hsin abrió una botella de buen vino blanco en su honor, y la bebieron rápidamente. De sobremesa, té y cigarrillos, mientras Hin terminaba sus deberes y después se entretenía dibujando.

-¿Es aplicada en la escuela? -preguntó Wa.
Lu vaciló un momento, por sus motivos personales; instantáneamente se le ocurrió que podían pensar que vacilaba respecto de la pregunta, por lo que se apresuró a responder:
-Sí, creo que es bastante buena alumna.
Hin seguía trabajando como si no oyera nada.
-Es muy ordenada.
-¿Lo notó? -le preguntó satisfecho-. Es una de sus mejores virtudes.
-Pero el año pasado perdí mi sacapuntas -dijo Hin saliendo de su simulada distracción.
-Ah.
-Eso fue un accidente -la disculpó Lu.

Había dibujado el contorno de un pato, tal como se los veía. Dijo que debía ser el pato negro, su favorito, y le pidió permiso a Lu para destapar el frasco de tinta y usar el pincel. Tenían un acuerdo de que no haría tal cosa de noche, pero en este caso valía hacer una excepción: no sólo por la presencia del huésped, que garantizaba la prolijidad de la operación, sino también porque esa pintura no estaría terminada sin unos toques de tinta, que sugirieran el negro suntuoso de las plumas. Además, lo haría muy rápido.

En efecto, fue velocísima; dejó la hoja secándose en la ventana, sujeta al borde del vidrio inferior con dos brochecitos, mientras iba a la cocina a enjuagar el pincel. Por un efecto paradojal de la luna, se producía una transparencia. Los dos hombres veían el pato, que tenía una notable semejanza. El negro de la tinta se proyectaba en las tinieblas nocturnas.

El acontecimiento memorable del día siguiente fue la consecuencia, probablemente inevitable, del no menos memorable acontecimiento del día anterior: ocho de los diez patos murieron tras una grandiosa pelea que sostuvieron entre sí y que, a pesar de tan notable resultado pasó desapercibida mientras sucedía, para los habitantes de la casa. Era incierto el momento en que pudo haber tenido lugar. Las aves se habían mostrado silenciosas, pero de todos modos el combate no pudo haber transcurrido sin un mínimo de alboroto. ¿Cómo fue que nadie lo oyó? Estaban vivos los diez sin falta cuando Hin se fue a la escuela por la mañana: les dio de comer, es decir, renovó la galleta, que no habían tocado, estuvo un rato memorizándolos, sin atreverse a tocarlos, e incluso pensó con ligero sobresalto que no habían movido una pluma en toda la noche; los diez miraban hacia el este en poses fijas, y la niña se dijo que si se mantenían así, como un ejercicio mnemotécnico, le sería fácil llegar a reconocerlos. Quizá ya a esa hora su suerte común estaba echada, quizá los pactos y desafíos ya habían tenido lugar, y el hecho de que mantuvieran sus posiciones era lo más agresivo que podían hacer, salvo matarse, cosa que hicieron cuando no los veían.

Después de marcharse Hin, Lu Hsin no había prestado la menor atención a lo que sucedía en el patio, ocupado en la expedición del diario, con cuyos atados partieron al mediodía Wa y Yin. Respecto de la señora Whu, era más difícil hacer suposiciones. Había estado en la casa, encerrada en la cocina, pero quién sabe en qué ensoñación. Cuando Hin volvió de la escuela, con dos compañeritas que venían expresamente a conocer a sus nuevas mascotas, éstas ya habían pasado su gravosa prueba y estaban muertas en su mayoría. Lu Hsin había descubierto la catástrofe un rato antes, y se limitó a contemplarla. Los dos patos sobrevivientes se hallaban al fondo del patio, de perfil, lejos uno del otro, y parpaban suavemente sin mover el pico. Las niñas quedaron petrificadas, los ojos muy abiertos. Lu Hsin le dijo a Hin que ignoraba tanto como ella qué podía haber pasado.

La dispersión de plumas y cadáveres era horrenda. Se habían masacrado. Las estocadas de esos picos en forma de cuchara tenían, por lo visto, un efecto atroz, peor que las granadas de fragmentación. Considerando lo cual, los dos sobrevivientes no tenían demasiado desarreglado el plumón, ni siquiera estaban sobremanera bañados en sangre. Lu Hsin reflexionó en voz alta que no debían de haber participado en el combate, salvo como espectadores. Porque aquí, participar equivalía a morir. Algunos cadáveres estaban trabados de a dos (el caso del admirado negro), las palmas rasgadas como celofán, los picos mismos quebrados, y los cuerpos, los pobres cuerpos, más rollizos de lo que se habría creído, dados vuelta por entero, en nudos imprecisos de carne roja y grasa amarilla, huesitos astillados, órganos en ristras mal enrolladas.

La señora Whu había salido al oír a las niñas (tenía un sexto sentido para saber cuándo Hin estaba en la casa) y manifestó su sorpresa al ver el desastre, señal genuina, porque nunca mentía, de que le había sido ajeno hasta el momento. La vecina Kiu también se hizo presente, y ella sí dijo haber oído el estrépito de los patos riñendo pero, por discreción, no había querido intervenir.
-Nos habría ahorrado un disgusto -le dijo Lu secamente, y agregó, temiendo parecer descortés-: Aunque no creo que se hubiera podido hacer nada.

Las niñas dieron unas vueltas cautelosas, y al fin salieron a la calle, a esperar a Yin para que les prestara la bicicleta. Hin le dirigió una mirada a Lu, que se encogió de hombros. El incidente lo dejaba malhumorado, sobre todo por producirse en un momento en que siempre quedaba vacío y decaído: inmediatamente después de impreso y entregado un número de la Gaceta. Además, le faltaba Yin, a cuya presencia se había habituado. Siguió a las niñas hasta la calle, y tomó a Hin por los hombros con dulzura. Le dijo que hoy su amigo no vendría hasta muy tarde, pues repartía el periódico en las aldeas vecinas. Yin era un joven por demás generoso y paciente, y les había enseñado a conducir su bicicleta a Hin y a todas sus amigas. Pero hoy el rodado servía a un propósito más importante que la diversión de las pequeñas. Ellas parecieron doblemente mortificadas por la información. Entraron a la casa, y él volvió a seguirlas. Les sirvió unos vasos de leche con té de rosas y les aconsejó que trabajaran un rato en sus deberes. Quizás Yin volviera antes de la noche, y podrían dar una vuelta después de todo, para consolarse.

Le hicieron caso. Después de un rato de conversación, empezaron a copiar fragmentos de Mao, y se los pasaban a él para que verificase la caligrafía. Lu Hsin asentía a todo, hasta a los errores. Eso le recordó la carta que se había propuesto escribirle al amigo del presidente, pero no se sentía de ánimo, con la visión de esas aves laceradas todavía en la retina.

De modo que salió a fumar un cigarrillo, pero la presencia de los patos muertos (y los vivos) lo deprimía, aunque no los viese. Se los imaginaba allí, al pie de las montañas que tanto había contemplado, como víctimas propiciatorias frente a un altar rústico pero exquisitamente pintado. Era chocante, una pura visión. Que perdería su pureza cuando tuviera que levantarlos, cosa que si no hacía él no haría nadie. No le atraía la idea, pero habría que limpiar el patio antes de la noche, o corrían el riesgo de que el olor atrajera a algún animal indeseable a husmear la carroña.

Además, conocía la psicología aldeana: vendrían curiosos. Si se habían propuesto venir a contemplar los patos, cuya novedad en sí misma persistía, la noticia de la matanza los atraería con más intensidad. Para empezar, ya estaba aquí su vecino Chao, con sus abruptas zalamerías de campesino.
-Tendrá que disculparme en este momento, pero estoy muy apurado -balbuceó cuando se cruzaban, pues había sido todo verlo encaminarse en su dirección, y simular un paso rápido en la opuesta. No le dio tiempo ni siquiera a responderle. De cualquier modo, el señor Chao preferiría hacer sus comentarios ante la señora Whu, con la que se entendía bien.

Tomó la dirección del bosque sin pensarlo mucho, y cuando franqueaba los límites de la aldea, el cielo que había estado nublado y blanquecino todo el día, se entreabrió de pronto mostrando un sol sorprendentemente alto que llenaba de claras primicias el mundo. ¡Era mucho más temprano de lo que había pensado! En efecto, ahora lo recordaba: era el día de la semana en que Hin tenía menos clases; con los acontecimientos, se le había pasado por alto. Pues bien, mejor así. Podría dar un paseo largo, en vez de uno corto. Llegaría hasta los primeros claros, pasando la orla del bosque, y daría la vuelta al gran espejo de agua. No tenía otra cosa que hacer, y le convendría dejar la mente en blanco; ningún sitio más apropiado para ello que la naturaleza, el viejo y tradicional pasaje a la indiferencia. Las cúpulas de los árboles se balanceaban en el aire, y los pájaros proferían sus cantos de siempre, o hacían piruetas aquí y allá, fútiles y veloces. Objetos verdes y flores. La primavera era lo que siempre volvía, lo inexorable y cándido. Se preguntó si habría habido un primer hombre que registrara su vuelta, la segunda vez. ¿ Lo habría hecho con desencanto? No se le ocurría otra posible reacción. La mente humana no estaba hecha para la repetición, había sido preciso habituarla mediante la violencia, y la dulzura, en proporciones bien equilibradas.

Respiraba con fruición, olvidándose de todo. Le haría bien pasear en extenso, sin apuro.

Últimamente salía poco; era raro el día que Hin no tuviera algún compromiso con sus amiguitas, o una sobrecarga de tareas escolares, y él había perdido el gusto de caminar solo -aunque ahora lo recuperaba con una presteza que le pareció suavemente milagrosa.

De pronto oyó el ruido de un avión y levantó la vista. Allí estaba, un gran avión gris que pasaba muy alto (así al menos le parecía, pero no debía de ser tanto porque iba abajo de las nubes). No dejó de mirarlo mientras recorría el cielo en una recta caprichosa: ¿quién había trazado esa línea en el cielo, y por qué? No dejaba de apreciar el contraste del gran pájaro rígido y los bordados de follaje a través del cual lo veía. Estaba oculto. Su humor había cambiado radicalmente. El paso del avión le sugirió auspicios magníficos. Incluso tuvo la idea de hacer un ramo de flores, cosa que nunca en su vida había hecho. Podría ser abundante, pero de reducidas dimensiones, ya que no tenía a su alcance más que anémonas minúsculas, de tallos blandos. Pero el rosa de sus pétalos impalpables tenía cierta grandeza. ¿No existiría la posibilidad de hacer un ramo que fuese un color, un solo color intenso? La intensidad, en los tiempos recientes, había sido adjudicada en exclusividad a los más intrincados períodos dinásticos imperiales. El espíritu republicano se jactaba de no necesitarla. Rosa, rosa, rosa, un millón de veces el color rosa, siempre temblando.

A lo lejos, se aproximaban unas figuras; o se alejaban; o ni una cosa ni la otra. El bosque, como todos los bosques, era un laberinto óptico de certezas y vacilaciones imprevisibles. Por los "corredores de visión" se vislumbraban detalles que pasarían desapercibidos en un llano. Pero el conjunto se hacía enigmático. Le pareció impropio arrojar las florcitas que había estado juntando. Era una comisión de estudios del Qu, casualmente. Aunque él se había desligado hacía años de esa rama de los asuntos públicos, seguía siendo consultado; además, su actividad periodística lo mantenía en contacto, por su parte teñido casi siempre de ironía científica, con los subministros del agua.

Sostuvieron una breve conversación, amistosa y con distracciones. Le agradó. Le gustaba sentirse distraído respecto de cosas muy precisas. Incluso el leve ridículo de tener un ramo de flores en la mano contribuía a ponerlo en un lugar en el que se sentía cómodo. Que él hubiera dejado de ser funcionario del agua no significaba casi nada, porque otros lo eran. No había nada de inoportuno en el trabajo, mientras alguien lo llevara a cabo. Era la historia del país, y del mundo. Era la declaración de independencia del hombre frente a la primavera, a todas las primaveras posibles. Durante toda su vida se había sentido intelectualmente superior al prójimo, pero a esta altura empezaba a comprender que también le daba placer no sentirlo. Aplicaba su derecho a sacar un módico beneficio personal de la demografía.

De regreso a casa, ya bajo el crepúsculo, estaba a tono con la tarea de escribir esa carta. Y en efecto, al llegar no vio un obstáculo en la presencia algo furtiva de Wen Tsi, que se embriagaba en la cocina con la señora Whu, ni en la de Yin, que había vuelto del reparto y, después de una prolongada sesión de ciclismo con las niñas, ahora jugaba al majjong con Hin en la sala; la concentración de ambas parejas era perfecta y armónica en su diversidad. Por los cuatro lados de la casita entraba la luz enrojecida del crepúsculo, y Lu Hsin tuvo por un instante la visión deliciosa de ese cofre de madera y vidrio brotando de la incipiente sombra del suelo, como una gema en la que se concentrara toda la voluntad humana de hacer eterno el día. Sin más, sacó una hoja de papel de arroz, buscó la pluma fuente, y se sentó a la mesa. Miró un momento por la ventana.

Lo había movido a escribir esa epístola una noticia leída poco tiempo atrás; aunque los hechos tenían décadas de existencia, el suceso era en buena medida intemporal. Después de la conferencia de Yalta, cuando los rusos se hicieron cargo de la Prusia, la ciudad natal de Kant había estado a punto de ser evacuada y destruida, y tal habría sido su fin, incluido el del campanario en el que fijaba la vista el maestro para concentrarse, de no haber mediado el más extraño de los azares. Chu En Lai, ya entonces ministro de Relaciones Exteriores de nuestro país, de joven había estudiado filosofía en Alemania, de donde regresó trayendo una perenne veneración por el sabio de Kónigsberg, y dejando en esa ciudad un hijo natural, producto de su amor por una estudiante alemana. Y ese acontecimiento tan pequeño en la vida de un gran político y revolucionario, tuvo por efecto nada menos que la perduración de una antigua ciudad. Porque en el momento crucial pudo interceder ante los rusos (en aquel entonces nuestras relaciones con Moscú eran amables y puntuadas por gestos de buena voluntad) y logró que la pequeña ciudad reliquia, donde seguía viviendo su hijo, con el que nunca había perdido contacto, se salvara; y hasta el día de hoy prospera, intacta, con el nombre de Kaliningrado.

La anécdota, de la que Lu Hsin se había enterado leyendo en un ejemplar de un diario francés, Le Monde, que le había pasado el marido de la señora Kiu, el anticipo del libro de memorias de un oscuro político alemán, le había parecido brillante y sugestiva. Y se preguntaba si habría otro habitante de la inmensa república que pudiera apreciarla como él en su justo valor filosófico. Correspondía, entonces, comunicárselo al protagonista, como un sutil aplauso. Pero, por ser el caso bastante delicado, la carta debía tener todas las virtudes de la discreción. En este momento, se sentía en presencia de tales virtudes. Escribió esto:

"De la cuna a la sepultura, dice nuestro viejo proverbio, el hombre le da color a las nubes blancas. El clavecín de nuestras costumbres se apega a las benévolas sombras, y la luz misma que proyectan los bueyes irreales del cielo confirma la fábula de nuestros horarios. He visto hace unos momentos en la ladera del sur de las montañas Verdes dos hombres que se paseaban complacidos con la continuidad del trabajo de los seres visibles; pero el dragón que los vigilaba estaba quieto, pensativo. El dragón inmóvil no es el que arroja fuego con movimientos coléricos. Del fénix de las profundas porcelanas del éxtasis no esperamos un hijo, sino la reanudación de su propio vuelo: y no lo vemos. ¿Pero acaso vemos algo? Cuando la espera provechosa se extiende por debajo de la tierra, ni siquiera vale la pena que se alcen las montañas. Sólo puede decirse la verdad, ¿no es así?".

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