En China, viajar en tren puede ser un martirio, sobre todo cuando se viaja en una "chiva en riel". Santiago Tobón comparte una divertida crónica de un paseo de 28 horas que realizó entre Beijing y Chengdu, y nos recuerda por qué estamos verdaderamente aquí.
Como colombiano, descubrí lo que era viajar en tren la primera vez que visité China en el año 2010. Son muy pocos los países latinoamericanos que cuentan con redes de trenes útiles, trenes que puedan interconectar las grandes urbes de los países o que puedan atravesar fronteras. Incluso, son casi inexistentes los trenes de alta velocidad que, hoy por hoy, son la gran herramienta de China para transportar a todo su pueblo.
Existen trenes de todo tipo. Trenes en donde se exhibe el lujo, la comodidad, la limpieza, y en donde el espacio personal se mantiene personal. También existen trenes de menor exuberancia pero con gran comodidad, trenes que usualmente no son de alta velocidad pero que cumplen con rutas nocturnas. Y, por último, están los gallineros o la “chiva en riel”, donde no existen tales cosas como el espacio personal, la privacidad, la higiene, el egoísmo o cualquier otro problema que lo pueda aquejar a uno. En esos trenes nada es de uno y el problema común no importa.
En 2012, decidí hacer un viaje hasta Chengdu en una “chiva en riel”. Cometí el grandísimo error de no comprar el boleto con suficiente anterioridad y, cuando lo conseguí, ya no había asientos disponibles. Estuve obligado a tomar un tren de 28 horas sin puesto fijo. Sí, en China venden boletos sin puesto asignado. Toca viajar parado.
La aventura, que en realidad fue más un viacrucis, empezó en Beijing a las 4:30 p.m. del 1 de octubre. Aún era estudiante y me sentía vigoroso, invencible, dueño del mundo. 28 horas no parecían tantas. ¿Qué tan malo podía ser un día de viaje? Había hecho viajes más largos en avión desde Colombia hasta China, y creía que ya estaba acostumbrado. Pero no.
Debo decir que en la estación de trenes había al menos unas 2.000 personas esperando en la misma sala la salida de sus trenes. Eran tantos los viajeros que los abarrotados baños no daban abasto. Los chinos, ni cortos ni perezosos, hicieron un improvisado orinal al lado de uno de los restaurante dentro de la estación en donde había un desagüe. “Asqueroso pero innovador”, pensé. Creí que eso era lo peor. Pero no.
La fumadera de los chinos ya no me impresionaba. Sus costumbres ya las había aceptado y me había adaptado bastante bien, al punto que escupir, eructar, echarme pedos o sorber mocos ya no me molestaba. “Los olores y el pudor hay que dejarlos en Colombia”, me dije con convicción en repetidas ocasiones. “Aquí toca guerrearla y ser valiente”.
Las dos horas que pasé en la estación fueron muy entretenidas, pues recuerdo que mis compañeros de viaje y yo éramos los únicos extranjeros. Mi mandarín básico me sirvió mucho para comunicarme con los nuevos amigos que había hecho mientras esperaba. Ellos me dijeron que nosotros no estábamos preparados para esto, pero que seguro lo lograríamos. Irónicamente decían, “nadie ha muerto en un viaje así”. Nadie ha muerto físicamente, pero estoy seguro de que un pedacito de mi alma y de mi mente se quedaron en ese tren. Si mi vida fuera un videojuego, en ese tren perdí unos tres corazoncitos de vida.
Las primeras horas del tren fueron muy divertidas. Había comprado una banca pequeña para sentarme en el corredor. Técnicamente, lo que se debe hacer es que, en cada parada del tren, se liberan algunos asientos y uno debe estar atento para poder tomar el primero que quede libre. Como mi grupo no era el único en ese vagón que había comprado boletos sin asiento asignado, en muchas ocasiones los asientos que se liberaban eran inalcanzables o simplemente los chinos se abalanzaban sobre ellos para sentarse. Al no haber espacio personal no existe tal cosa como la imprudencia, y todos sufren físicamente con el pasar de las horas. Decidí no estresarme y me puse a oír música.
Pasaron algunas horas más. Eran veintiocho. Eran muchas. Mis vecinos de viaje ya habían roto el hielo. Los chinos, aunque son cerrados, no aguantan las ganas de hablar cuando hay extranjeros, y el “hello” y “ok” empezaron a ser más repetitivos. Mi espalda daba contra una señora de unos 40 años que, al parecer, viajaba con su esposo y algunos amigos y familiares. Su inglés sólo se basaba en saludos y números, pero mi chino era un poco mejor entonces pude contestar algunas preguntas y entablar alguna conversación.
Frente a ella estaba el profesor, el “teacher”, como le decían las niñas de mi grupo. Él sí hablaba un poco más de inglés, y aprovechamos para que nos diera clases de chino. Esas horas de clase fueron más valiosas y útiles que todo el semestre que había cursado en la universidad. Es al “teacher” a quien le debo prácticamente todo mi chino básico.
La noche fue cayendo y el sueño empezó a apoderarse de mi cuerpo. Al no tener ni siquiera una silla decente donde descansar, creía que no podría dormir y que sencillamente iba a ser una de esas noches en donde pasaría pensando en otras cosas. El tren fue quedando a oscuras y, poco a poco, todos los pasajeros sentados se comenzaron a dormir. Los que estábamos parados intentamos hacerlo y nos turnamos para ayudar a atravesar el vagón a quienes tenían que hacerlo.
La higiene de los chinos es algo de infinita discusión. A mi modo de ver, son tremendamente higiénicos pues entienden que las porquerías del cuerpo no pertenecen al mismo y deben ser expulsadas. Sin embargo, no se fijan en ser pulcros a la hora de comer y no les importan los regueros, motivo por el cual el piso del tren estaba totalmente sucio de comida, cigarrillos y gargajos.
Mientras mis compañeros de viaje lograron tener un par de horas de sueño, yo sólo había conseguido un lugar parado junto a la ventana al lado del baño. Era pleno otoño y ya estaba haciendo un poco de frío. La humedad del tren aumentaba y empezó una tos generalizada, parecían chicharras en una noche en el campo. Dieron las cuatro de la mañana y mi cuerpo no dio más. Caí lentamente en los pies de una de mis compañeras y dormí en el piso.
Para mi sorpresa, fue excelente. Dormí bien y sin preocupaciones, y mi cuerpo no sintió nada. El tren poco a poco fue despertando, y a eso de las 6 de la mañana algunos chinos se pararon en las conexiones de los vagones a estirar e intentar hacer un poco de meditación. Es increíble como algunos de ellos siguen con la misma rutina, incluso, en una situación excepcional como lo es viajar 28 horas en un tren.
El desayuno no se hizo esperar y la sorbedera de sopa hirviendo mezclada con el olor a dumpling guardado en bolsa de plástico se hicieron sentir en todo el vagón. Me levanté y me sentí como cuando uno se despierta por primera vez en un hospital después de una cirugía. Diez personas me miraron como bicho raro, con la baba recorriéndome la mejilla.
Fui al baño, y me acordé de mi mamá. Ella me decía que tocaba guardar la compostura. Me mojé la cara, me peiné, y me lavé los dientes. El tren ya no parecía tren sino una pequeña parte de mi casa. Pero no.
No era mía sino de cientos de habitantes que la compartían por 28 horas. El día transcurrió con normalidad. El “teacher” se despertó muy animado para continuar con las lecciones y la vecina me regaló un durazno que, a pesar de estar verde aún, me comí como si fuera el último de la temporada. Poco a poco fueron apareciendo asientos cerca de mi lugar en el vagón y nos los turnábamos con mis compañeros de viaje y los demás viajeros que iban parados.
Era un gran familia, y donde se suponía que debían sentarse tres personas, cabíamos hasta cinco. Todos compartían, todos eran generosos, todos eran de gran corazón. Por fin me daba cuenta de que China era esto, un lugar para valientes en donde los guerreros se ven recompensados con baldados de humildad y generosidad de desconocidos.
Al llegar a Chengdu, después de 28 horas de viaje, nos despedimos del “teacher” dándole un regalo y tomándonos una foto con él. La vecina se había bajado antes y no pude agradecerle, pero estaba seguro de que ella estaba complacida con nuestra presencia, pues siempre fue paciente y nos regaló comida.
En la estación, volvimos a la China multitudinaria, a la China afanada. Esto fue lo peor del viaje. Buscamos un taxi y fuimos al hotel. Fue el peor, pero a la vez el mejor viaje de 28 horas que jamás he hecho. Tal vez sea el único, pero eso no lo puedo decir con certeza.
Cada tanto existe una necesidad de inmiscuirse en esa China mística y legendaria para acordarse de por qué es que uno está aquí. ¿Para recibir baldados de humildad y generosidad o para recuperar el amor por la comodidad y el confort? Al final nunca se sabe bien.
[Crédito foto: 2ch.net]
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