Wang Jiyu, conocido como “El Negro”, maneja un gigantesco establo para caballos de doma por fuera del sexto anillo de Beijing. Tiene 65 años, que luce muy bien, pero tan solo tenía quince cuando empezó la Revolución Cultural. En 2010, fue uno de los primeros protagonistas de esa época al contar que había matado a un compatriota durante un conflicto entre dos facciones de los Guardias Rojos. Para librar su consciencia, escribió un artículo en un periódico reformista, Yanhuang Chunqiu, reflexionando sobre sus transgresiones. El hecho ocurrió en 1967, cuando tenía 16 años.
“Me llamaban Heizi, “El Negro”, por el color de mi piel. Antes de 1964, en el colegio se discutía si era necesario estudiar o no. Claro, había que seguir, sobre todo, el pensamiento de Mao, pero nos preguntábamos si sería mejor una formación intelectual o entrenarse en la lucha. Yo era hijo de militares y prefería ir a nadar o cazar pájaros que estudiar, entonces para mí no había ninguna duda al respecto. Vivíamos en un complejo residencial de la Fuerza Aérea en Beijing, pero parecía ser en el campo. Había huertas e incluso un riachuelo.
Tenía un amigo deficiente en todas las materias. Se puso a leer El sueño del pabellón rojo, el romance escrito en el siglo XVIII por Cao Xueqin, y le gustó tanto que se le salieron las lágrimas cuando terminó. Dado que el cásico chino era de los favoritos de Mao, mi amigo se volvió un héroe ante los ojos de todos nosotros, a pesar de ser una bestia en el estudio. Además, sentimentalmente teníamos que seguir al presidente. Entonces, entre nosotros comenzó a circular un dicho: “rebelarse es justo”, y agregaba que “la deficiencia también era justa, siempre y cuando correspondiera a los sentimientos de Mao”. Incluso, llegamos a debatir si debíamos también seguir el pensamiento de la hija de Mao. Yo, que faltaba a clases, estaba perfectamente en línea con esa época: los jóvenes comunistas debían ser como matones, como delincuentes.
Un día, había capturado un pájaro cuando pasó un tipo y me dijo: “Qué vergüenza, ¿por qué haces aún estas tonterías?” En el Diario de la Juventud se había publicado un artículo sobre una vieja comunista que sostenía que había que estudiar, de lo contrario los hijos de los burgueses tendrían un ventaja. En cuestión de una semana, el argumento de “también la deficiencia es justa” se tornó en un estudio frenético porque si no los hijos de los burgueses nos ganarían. Se avecinaba la futura lucha de clases de la Revolución Cultural. En esos tiempos crecía el espíritu rebelde. En uno de sus poemas, Mao hablaba sobre el cruce del río Dadu, donde hay cadenas de hierro congeladas. Un profesor interpretó la nota literalmente, explicando que el hielo había estrechado las cadenas. Yo me paré y lo contradije: “No diga tonterías, esas cadenas de hierro representan la resistencia de los revolucionarios”. Me había atrevido a contradecir al profesor y todavía estaba en la escuela media. Imagínense qué habría hecho en la secundaria.
En invierno se patinaba sobre el lago congelado. Un día el hielo se rompió y alguien se cayó en el agua, entonces otra persona se lanzó adentro para salvarlo. Yo quedé impresionado. Cuando volví a mi conjunto residencial, un amigo me dijo: “¿Por qué no te tiraste tu?” Todos teníamos vergüenza porque el que se había lanzado era hijo de burgueses y nosotros, en contraste, éramos todos hijos de comunistas, y debíamos mostrar coraje. Por eso hacíamos cosas cada vez más drásticas para manifestar nuestra pasión revolucionaria.
A comienzos de 1966 pasaron cosas extrañas. Un amigo me contó que una mañana su abuela se había asustado porque la gallina se había puesto a cantar como un gallo. Ese cuento se volvió un lema: “Cuando la gallina canta como el gallo, grandes cosas están por llegar ”. Después vino una tormenta de arena especialmente potente. Presagios.
En mayo empezó la Revolución Cultural y también el movimiento de los dazibao, los lienzos grandes donde escribíamos eslóganes y denuncias. Yo también me puse a escribirlos. Un día, un tío fue donde mi padre y le dijo: “Ojo que tu hijo a puesto la mira sobre una célula de trabajadores, es algo muy peligroso”. Cabe aclarar que mi tío era el jefe de la célula. Sin embargo, decidieron que en ese momento lo mejor era enviarme con los militares, lejos de Beijing.
Corría el final de junio del 1966 y no podría haber estado más feliz, porque me iría al cuerpo de aviación. La división de Luoyang tenía un batallón motorizado que abastecía de armamento a los Vietcong, a través de Guangxi y Yunnan. Combatir a los americanos era lo máximo, todos querían hacerlo. “Hasta luego, voy a derrotar el imperialismo americano”, le dije a mis amigos, que se morían de la envidia.
Al contrario, me hicieron viajar dos días en tren a un campo de entrenamiento ubicado entre Heilongjiang y Mongolia Interior, donde enviaban a los reclutas a cultivar los campos junto a los campesinos. Yo no tenía las mínimas ganas, así que no dudé en presentarme cuando dijeron que buscaban a alguien que supiera montar a caballo; cuando era pequeño había montado burro. Me mandaron a un sitio donde debía arriar el ganado y fue la cosa más atroz que he hecho en mi vida. Había sancudos por la mañana, avispones al mediodía y otro insecto chupasangre por la tarde. Durante dos semanas tuve que dormir bocabajo, porque me dolía el culo y estaba lleno de picaduras. Pero me aguantaba todo, porque Mao decía que no había que tenerle miedo a las dificultades, y mucho menos a la muerte.
Había que leer todos los días los escritos de Mao, como si fuese una religión, como el Evangelio de ustedes, donde está siempre Jesús diciendo las cosas apropiadas en el momento justo y todo el mundo lo sigue. Pues, para nosotros, Mao hacía lo mismo.
Después, mi padre también acabó en líos por ser “revisionista”, entonces yo fui expulsado del ejército. Solo que no sabían a dónde mandarme entonces me dejaron ahí, con el ganado y los caballos, hasta enero del 67, cuando fui devuelto a Beijing. En mi conjunto residencial me sentía incómodo. Había desaparecido casi todo el mundo, incluso mis padres. Teníamos la sensación de haber sido usados y luego traicionados por el Partido. En ese punto empezó la guerra de todos contra todos.
La policía o los comités del barrio daban los nombres de los “capitalistas” a los guardias rojos y ellos iban a interrogarlos. En Shanghái, un amigo mío terminó con su grupo en la casa de un tipo que no quería admitir que era un capitalista, e insistía que era un obrero. Lo mataron a golpes. Luego llegó su hijo y se enloqueció, y también lo mataron. El día después, hubo una medio insurrección en la fábrica y los obreros salieron en masa para linchar a mi amigo y a su grupo, pero la policía de Shanghái los protegió. Es una historia que nunca fue resuelta y el nombre de mi amigo nunca fue revelado públicamente . Yo tampoco lo diré nunca.
Todos éramos títeres en las manos de alguien. Sacralidad, dictadura y arbitrariedad eran los tres principios feudales contra los cuales debíamos combatir. Paradójicamente, los teníamos dentro de nosotros.
“No tengo un motivo claro para haber matado a ese joven. Los del Liangshibu – Ministerio de Granos – nos habían llamado porque el grupo de los de Beishida (Universidad Normal) los habían atacado, y uno de ellos había sido apuñalado y estaba casi muerto. Nosotros éramos hijos de militares, entrenábamos todos los días, practicábamos boxeo, artes marciales. A ese tipo lo maté con un bastón, le di un golpe en el cuello y después en la cabeza, pero no se me pasó por la cabeza matarlo. Uno de los policías que me arrestaron me dijo: “Dime, eres grande y fuerte y le das dos golpes en la cabeza con un bastón grueso de diez centímetros, ¿qué pensabas que pasaría?”
No me metieron a la cárcel, pero sí en un centro de reeducación. Después de un par de años me dejaron en libertad con un certificado especial que garantizaba que no sería procesado jamás. La familia de la víctima también me perdonó, el Partido había logrado poner a todo el mundo de acuerdo. Nadie sabía mi nombre real. No estaba escrito en ningún documento, e incluso en los papeles del centro de reeducación aparecía solo como Heizi.
En el 2010 decidí confesar públicamente el homicidio que cometí en la revista Yanhuang Chungiiu, algo que mi esposa me recomendó no hacer. Sin embargo, ya había sido exonerado. El nieto del joven que había asesinado me dijo que me respetaba, porque me atreví a hablar, pero que nunca me perdonaría. Y me pidió que no revelara nunca en nombre de su abuelo. Lei Feng, el soldado modelo, decía: “Sea cálido hacia sus compañeros, como la primavera; sea cruel hacia sus enemigos, como el invierno más tenaz.”
[Crédito foto: China Files]
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