Acostumbrarse a vivir en otro país es generalmente un proceso que requiere tiempo y especialmente una compresión de las costumbres y tradiciones. Nuestra colaboradora Ximena García, por medio de una anécdota personal, expone las diferencias culturales que existen entre oriente y occidente.
Hay muchas maneras de aprender sobre China. A veces escribimos sobre los grandes líderes, las relaciones geopolíticas y los largos procesos históricos. Esta, sin duda, es una manera de aproximarse. Sin embargo, como lo denuncia el conocimiento popular: dios y el diablo están en los detalles, en las pequeñas cosas, en lo cotidiano. Muestra de ello es que Freud descubriera muchos de los aspectos más fascinantes de la psicología humana estudiando casos de “simples” amas de casa, no de asesinos seriales o personas superdotadas.
Por eso, en mi aportación de este mes, escribo sobre dos aspectos fundamentales de la cultura china −el pragmatismo y la importancia de mantener la cara− no desde las alturas, sino desde una historia de la vida cotidiana, donde residen con igual intensidad las mismas fuerzas de los grandes procesos, en las interacciones de la gente común. La hipótesis central es, que ambas características de la cultura china tienden a malinterpretarse y subestimarse con demasiada frecuencia, lo cual desata consecuencias de gran magnitud y, por lo general, desafortunadas. Esta historia es un ejemplo de ello.
Como es la regla en universidades chinas, mi amiga compartía dormitorio con otra chica. La asignación aleatoria le jugó una mala partida, pues la coreana –con lo que sospechamos fueron planes previos para deshacerse de ella– comenzó a marcar el territorio desde el principio, intentando prohibirle usar perfume, shampoo y detergente. También le molestaba que tuviera “mucha ropa” y hablara en español, “por ser muy ruidoso”. Al mismo tiempo, la coreana convirtió el cuarto en un campamento con tendederos improvisados en los rincones, ropa remojándose en el baño y verduras en los cajones.
Una noche, la situación explotó cuando la coreana golpeó a mi amiga, tras una disputa por el derecho sagrado a mantener la luz apagada después de las diez de la noche. Intentamos contactar a los coordinadores de los estudiantes extranjeros. Les marcamos y escribimos, pero nunca contestaron. Ante la falta de apoyo, convencí a mi amiga de ir a la policía para dejar un reporte de las agresiones. Pedí al staff de los dormitorios que nos ayudaran.
Nunca antes había imaginado el sentimiento que provoca involucrar a la policía en China, sin importar el asunto, aunque había leído el miedo y la erosión de la solidaridad que ocasionaron la Revolución Cultural, las denuncias y las purgas en un pasado un tanto lejano, pero aún bastante presente. La recepcionista, que siempre había sido amable y servicial, me miró fijamente y con una determinación poco común me dijo “I won´t help you”.
Entonces fuimos solas a la estación de policía, que estaba limpia y ordenada, aunque mantenía ese olor que se queda cuando se fuma en los interiores. La atención fue bastante buena, incluso amigable. Nos consiguieron un policía que hablaba bien inglés, el cual tomó la declaración de mi amiga. Minutos después llegó la coreana, pues la habían ido a buscar a la universidad. Desde otra habitación, la escuchamos gritar su versión en chino, la cual se basaba en que todo había sido una pelea mutua, que mi amiga se había auto-infligido los rasguños que tenía en las manos con un bolígrafo “filoso” y que posteriormente había intentado atacarla con él.
Finalmente, llegó la encargada de los estudiantes extranjeros, la misma que no habíamos podido localizar antes. Por lo general, se piensa que en China predominan la burocracia y la ineficiencia, y puede ser, hasta que se trata de un asunto relacionado con la autoridad o la seguridad. Entonces, la maquinaria estatal revela una rapidez impresionante. La coordinadora nos explicó que resolveríamos el asunto al día siguiente en la universidad, sin la intervención de la policía.
Para terminar, le dijo a mi amiga que, sin embargo, lo más prudente dentro de los dormitorios era apagar la luz a las diez de la noche. Así se presentó, como el filo de una navaja, el primer signo del error que habíamos cometido y de las fuerzas que habíamos desatado esa noche. Al buscar apoyo en la policía, habíamos ocasionado que la universidad y los coordinadores “perdieran cara” ante la sociedad, al aumentar la visibilidad de un evento desagradable y escandaloso, con lo cual se dañaba la reputación de ambos. Para los coordinadores, esto fue mucho más grave que la agresión física de la que fue objeto mi amiga y del riesgo de mantener en los dormitorios a alguien mental y emocionalmente inestable, conviviendo de cerca con los demás estudiantes.
Al día siguiente, fuimos a la oficina de los coordinadores. Con absoluta amabilidad y tranquilidad, nos dijeron que llamar a la policía había sido un error, pues por ello el incidente tendría que interpretarse como una pelea mutua y mi amiga tendría que ser sancionada, pues las peleas están prohibidas en la universidad. Hasta la fecha no entiendo el mecanismo causal del argumento. Les dijimos que no se había tratado de una pelea, sino de una agresión. Que mi amiga sólo se levantó a prender la luz, por lo cual la coreana se decidió a empujarla, arañarla y finalmente, a ahorcarla con las manos. Nos dijeron que no teníamos pruebas de ello. Me sentí en una dimensión desconocida, en la cual los patos son culpables por provocar a las escopetas.
Les dijimos que las pruebas eran las heridas en las manos y los moretones en el cuello de mi amiga. Nos contestaron que no podíamos comprobar que no se los hubiera hecho ella misma. Les dijimos que teníamos el video de las cámaras de seguridad en las cuales se ve cómo la coreana persigue a mi amiga por los pasillos. Nos dijeron que eso no probaba la agresión. Les mencionamos a los testigos que vieron cómo la coreana le pegaba a mi amiga en el lobby. Entonces nos dijeron que es desconsiderado tener las luces prendidas de los dormitorios después de las diez de la noche.
Les respondimos que no se trataba de decidir cuándo se apagaban o encendían las luces, sino de actuar en respuesta a la agresión de la que fue objeto mi amiga y garantizar su integridad en el futuro. Nos dijeron que no se había tratado de una agresión, sino de un altercado, ya que no había pruebas de lo contrario, y que mi amiga tendría que firmar una carta en la cual se comprometiera a no volver incurrir en ese tipo de conducta. Nos recordaron que ella recibe una beca del gobierno chino, la cual se podría revocar en caso de que “tuvieran que avisar a su embajada”.
Les dijimos que la sección consular de su embajada ya estaba al tanto de todo. Les dijimos que firmar la carta era apoyar una visión que no concordaba con los hechos. Nos dijeron que la coreana les enseñó las uñas y que no les parecieron lo suficientemente largas como para haber causado los rasguños en las manos de mi amiga –esa evidencia sí les pareció legítima y suficiente. Los cuestionamos respecto a los moretones en el cuello. Por primera vez en la conversación, nos levantaron la voz. Nos dijeron que nos comportáramos como adultas y dejáramos de hacer el problema más grande.
Más que enojo, me paralizó una tremenda incredulidad ante la lógica –o falta de ella– en sus argumentos y aparente obsesión con las “evidencias” y la hora adecuada para apagar la luz de los dormitorios. Sin embargo, el objetivo de la reunión con los coordinadores no era escuchar nuestra versión, sino echar a andar mecanismos de producción de verdad e imponer la versión más conveniente para terminar con el asunto lo más pronto y eficientemente posible. Pragmatismo puro.
Sin importar cuánto enfatizáramos las heridas en las manos y cuello de mi amiga, el video de las cámaras de seguridad y los testigos, la verdad de los coordinadores fue, que los hechos no podían interpretarse mas que como una pelea mutua. En parte porque llamamos a la policía, en parte porque las uñas de la coreana no les parecían suficientemente largas y en parte porque las luces de los dormitorios deben apagarse a las diez de la noche.
Los mecanismos de producción de verdad son una negociación entre las partes involucradas, con la finalidad de construir una versión oficial. En este caso, la posición de autoridad de los coordinadores les confirió el poder suficiente para imponerse. Su manera de argumentar dme hizo recordar un capítulo del libro de Henry Kissinger, On China, en el cual describe la sofisticación de la estrategia psicológica utilizada por los estadistas chinos, en contraste con el burdo militarismo occidental.
Con total tranquilidad desecharon nuestros argumentos, sin importar que los presentados por ellos carecieran de sentido. Al sentirse acorralados –como cuando mencionamos la existencia de testigos presenciales–, pasaron a las amenazas –manteniendo siempre un tono pausado e incluso cordial, el cual me hizo difícil creer lo que estaba escuchando. Después de que las amenazas no funcionaran, nos levantaron la voz y nos instaron a actuar con prudencia. Antes de darnos tiempo para reaccionar, cambiaron el tema a la cuestión del uso de la luz en los dormitorios. De esta manera se construyó una discusión circular que asumía una forma espiral con cada vuelta que daba, pues cada vez más nos cansábamos más de participar en un debate sinsentido y se hacía más evidente la asimetría de poder entre nosotras y los coordinadores.
Así, por medio de un acontecimiento cotidiano, común y corriente, aprendí el significado del pragmatismo chino y la importancia de mantener la cara ante la sociedad. Al mismo tiempo, tuve la oportunidad de presenciar estrategias psicológicas de poder chinas, como parte de la negociación de un procedimiento de producción de verdad inscrito en prácticas burocráticas clásicas. No tengo duda de que estas prácticas y pulsiones se encuentran igualmente presentes en las altas esferas de la política y la sociedad china, así como en la vida universitaria y demás esferas de la cotidianeidad.
Crédito foto [telegraph.co.uk]
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