La especulación inmobiliaria pesa sobre el futuro de China

In by Andrea Pira

El gobierno intenta una vez más a desinflar la burbuja inmobiliaria y esta vez lo hace con un paquete de medidas que afectan a las segundas residencias, aunque termina deprimiendo la bolsa. Un intento que tiene sentido si se entiende en el largo plazo, y eso, con la condición de que tenga éxito.

El gobierno anunció una serie de medidas para enfriar el mercado inmobiliario el viernes 1 de marzo. Tres días más tarde, las empresas del sector perdieron un promedio del 9.5% en la plaza de Shanghai y arrastraron consigo toda la bolsa (- 3.7%) e incluso al Asia central.

El mundo descubre la burbuja inmobiliaria china: interna, estructural, ligada al boom económico de la década pasada.

Los observadores económicos están empezando a preguntarse si valdrá la pena esta medida. ¿China puede amenazar con cortar las alas de su propio crecimiento?

La respuesta es: Sí. Pero para ello hay que analizar las dos caras de la moneda.

Estas dos caras son las previsiones a corto y largo plazo. De hecho, los mercados reaccionan negativamente en el corto plazo, tras el impuesto del 20% sobre las transacciones que impliquen segundas residencias, al aumento de la hipoteca y al aumento del pago inicial para la compra de una propiedad.

La intención, a pesar de las reacciones inmediatas de la bolsa, no es deprimir el mercado y las medidas se podrían definir incluso como “suaves”.

Hay que decir que hoy en día existe un impuesto sobre la propiedad pero que se aplica con carácter experimental sólo en Shanghai y Chongqing. En otras ciudades, como Beijing, se prefiere un impuesto sobre las ganancias de capital, es decir, que sólo aumenta cuando suben los precios de la casa. Esto no disminuye el valor de la propiedad, no afecta a los ingresos, pero sí los réditos especulativos.

Al mismo tiempo, se ha sugerido que las nuevas normas deben extenderse a todo el territorio nacional, lo que revela un plan coherente y, por supuesto, pensado a largo plazo.

A pesar de los intentos anteriores por parte del gobierno para actuar sobre los préstamos bancarios, los precios inmobiliarios en las cien ciudades más grandes de China registraron un crecimiento del 2.5% en febrero. Lo que culmina un incesante crecimiento que duró nueve meses.

El Buró Nacional de Estadísticas informa que los precios subieron un 6.8% en 2011 y 7.7% en 2012.

Por supuesto que hay objeciones por parte de aquellos que sostienen que la especulación no es el problema y que el mercado no debe ser retenido porque China necesita viviendas. Hay 150 millones de nuevos apartamentos y 200 millones de migrantes viven en barracas, por lo que la demanda supera a la oferta.

Sin embargo, la burbuja no se hace gracias a los apartamentos de los migrantes, sino a una segunda, tercera o cuarta vivienda -que incluso permanecen vacías- producto del capital de inversionistas, funcionarios o de la nueva clase media enriquecida.

Para los migrantes, el gobierno gestiona uno de los proyectos de vivienda más grandes en el que se haya embarcado, con el que pretende construir 36 millones de hogares nuevos del 2011 al 2015.

En 2008, cuando China trataba de escapar de la recesión que venía del Oeste, Beijing invirtió masivamente en la construcción e infraestructura en un paquete de estímulo de cuatro mil millones de yuanes (586 mil millones de dólares), fruto en gran parte de la balanza comercial positiva con Occidente.

Después de todo, el país estaba necesita estar a la altura de su nuevo status económico y la creciente clase media buscaba una mejora en la calidad de vida, que se representaba en la vivienda. Entre los resultados positivos de esas inversiones en infraestructura, se debe mencionar que ahora hay trece mil kilómetros de ferrocarriles de alta velocidad, que poco a poco hacen que las distancias chinas no parezcan infinitas.

Además, el asfalto, el hormigón y los rieles también han dado trabajo a multitudes de inmigrantes rurales no calificados.

Hoy en día, China ya no es la que era hace cinco años. El problema real es que el debe transformar radicalmente su economía; rebalancearla. Y para hacer eso, debe ser más equitativa, debe distribuir mejor la riqueza.

Los malos préstamos, el crédito fácil generado por la cantidad de dinero puesto en circulación en 2008 –que se consumió en gran parte en bienes raíces- han creado una burbuja que a su vez consta de tres consecuencias igualmente desastrosas.

En primer lugar, aumenta la desigualdad social. Por cada uno de los enriquecidos con la especulación y por cada funcionario local que acepta un soborno para otorgar los permisos, hay un campesino desposeído de sus tierras sin una indemnización justa.

En segundo lugar, la burbuja puede estallar en cualquier momento, arrastrando consigo fortunas individuales e incluso al mismo poder político en China, que sigue apostado al crecimiento y el "bienestar moderado". Todos sabemos lo que sucedió en Estados Unidos y luego en el resto de Occidente en este sentido.

En tercer lugar, la especulación inmobiliaria quita recursos a otras inversiones más productivas. Debería abandonarse el modelo de China como "fábrica del mundo" y apostar a una economía que evolucione para competir con productos con un alto valor agregado y cambiar el enfoque de crecimiento en el mercado interno.

Para lograr el reequilibrio, China debe quitar recursos a las empresas y dárselos a la gente y que ésta pueda consumir. De ahí que las grandes ganancias – en este caso los bienes raíces- deben invertirse en proyectos sostenibles a largo plazo como la educación, la salud, una agricultura más productiva y tecnológica (para alimentar a la creciente población urbana), la investigación y el desarrollo.

Este diseño, pensado al largo plazo, provoca problemas en el corto: hay que gastar, hay que invertir, hay que mover recursos de un sector a otro. El mercado no espera y los resultados se observan de inmediato. Por todo esto, la reciente caída de valores.

¿Podrán los nuevos líderes, Xi Jinping y Li Keqiang, hacer frente a esta gran transformación?

Aquí el problema deviene político. China no es una democracia, Xi y Li no tienen que responder a un electorado sobre la base de un programa, sino a la élite del partido que los ha puesto a la cabeza del país. En ese partido chocan las más diversas ideologías, pero está unificado en su membresía: Los que tienen el poder, también tienen dinero e intereses en estos sectores de la economía.

¿Puede, la clase dominante, ponerse impuestos a sí misma? Difícil. A menos que se dé cuenta de que no hacerlo, podría causar mayores problemas en el futuro.