En 2011 George Steiner, uno de los mejores críticos vivos de Occidente, publicó “My Unwritten Books”. Tal título paradigmático obedece a que allí se reúnen los apuntes que Steiner tomó para alguna vez convertirlos en libros pero que, impedido quizás por su avanzada edad, los dejó así, sin escribir, sueltos en pequeños ensayos. En uno de ellos confesó que le hubiera gustado publicar un libro sobre la vasta y secreta influencia que la cultura china sigue ejerciendo en Occidente; para probarlo, mencionó de paso elementos chinos en dos grandes escritores del siglo XX: Kafka y Borges.
Cómo es posible – se preguntan muchos – que al otro lado del mundo pueda haber un país tan enorme y donde habiten tantos millones de personas. Los occidentales somos muy necios: dudamos de lo más obvio, de Dios y de China… ¿Existe China? ¿Es aprehensible? ¿Podemos tener una idea definitiva? No, no es posible. Toda la población de Argentina y de Colombia caben juntas en una o dos ciudades chinas, o en tres barrios de Beijing. Kafka y tampoco Borges, creo, conocieron China. Pero ambos intuyeron que en el Gigante de Oriente las dimensiones son inconcebibles para un “cristiano”.
Y ambos se dieron cuenta de que en China, o con nociones de esa milenaria cultura, podían poner a funcionar mejor sus nociones del infinito, del tiempo cíclico, de los caminos que se bifurcan en direcciones sin comienzo y sin destino. De hecho, ¿no es el doctor Yu Tsun el protagonista del cuento “El jardín de senderos que se bifurcan”? A Borges lo había fascinado el cuento de Kafka titulado "La muralla china" (1919), incluso lo consideró el más memorable de todos sus relatos por encima de "La metamorfosis". (Un paréntesis: ¿no habrá tomado Kafka la idea de Gregorio Samsa de esa fábula de Chiang Tzu llamada "Sueño de la mariposa? “Anoche soñé con una mariposa. Ahora ya no sé si fui un hombre que soñaba ser una mariposa o si soy una mariposa que sueña ser un hombre”).
Lo cierto es que en el relato "La muralla china", según el argentino, “el infinito es múltiple para detener el curso de ejércitos infinitamente lejanos, un emperador infinitamente remoto en el tiempo y en el espacio ordena que infinitas generaciones levanten infinitamente un muro infinito que dé la vuelta a su imperio infinito”. Kafka narró su relato desde la voz de un niño chino común y corriente para quien esas nociones eran de lo más normales. Pero reflexionaba: “La naturaleza humana, esencialmente voluble, inestable como el viento, no tolera que se la sujete; forcejea contra las ataduras que ella misma se ha impuesto y a lo mejor acabará por romperlas a todas, a la muralla y a sí misma”. Sin embargo, la milenaria y delirante muralla china sigue siendo la única obra (¿humana?) observable e identificable por los satélites espaciales. L
o que más impactó a Kafka de China fue el advertir que el ser humano como individuo único e irrepetible, con derechos inalienables, se diluye y se desmorona. Y a Kafka lo impactó, no porque se indignara de que en China no hubiera democracia (como se quejan hoy ciertos parisinos), sino porque en su propia Europa sintió brotar algo parecido con el nazismo (toda su familia fue aniquilada en los campos de concentración) y con la burocracia monstruosa de Occidente.
El círculo de estrellas que simbolizan la Unión Europea, diría Kafka, encierran otra deprimente muralla para quienes no somos europeos. El mismo hermetismo indican las estrellas de la bandera de Estados Unidos. Recordemos que, como judío checoslovaco, Kafka también fue un occidental suigeneris, sí, como los latinoamericanos de hoy. Sino que lo diga el mismo Borges. Ya los europeos no pueden preciarse de ser tan diferentes a los chinos.
texto originalmente publicado en la revista alba