Iron Maiden se presentó por primera vez en China, en un concierto con una fuerte vigilancia de las fuerzas de seguridad. Crónica de los "maidens" en Beijing.
"Nunca nos llegamos a imaginar que algún día pudiéramos tocar en China", dijo Bruce Dickinson, el vocalista de la banda, ante un auditorio que fue uno de los más controlados en los que se han presentado.
El lugar parecía dispuesto para una rueda de prensa o un pronunciamiento oficial, no un concierto de heavy metal. En la platea central del Beijing LeSports Center, un coliseo deportivo cubierto, había menos público que espacio vacío vigilado por policías.
Los metaleros consumados que pagaron una boleta de 1.380 yuanes, aproximadamente 220 dólares, fueron aislados en dos grupos centrales, cada uno separado del otro por cuatro o cinco metros de zona acordonada. Márgenes similares los distanciaban del público de las graderías y del enorme escenario que simulaba una pirámide azteca, pues este imperio precolombino es el tema visual del más reciente álbum. Las dos islitas de público eran acechadas por agentes de fuerzas estatales que observaban como tiburones los movimientos de los espectadores, quienes por su parte se limitaban a alzar y bajar los brazos, menear un poquito la cabeza y gritar, cuando el cantante lo ordenaba, al vacío que los separaba de estos músicos cincuentones corriendo de un extremo a otro del escenario con el brío de un mediocampista.
Y desde arriba, casi en la última fila de las graderías, yo apreciaba el orwelliano espectáculo, pensando en que, irónicamente, la única otra vez que había asistido a un concierto de Iron Maiden tuve que huir de la policía.
Asistir, en estricto sentido, fue una actividad que se limitó a hacer la titánica fila de entrada que le daba la vuelta al Parque Simón Bolívar de Bogotá. Llegamos con mi amigo a las 5pm a un concierto programado para las 7. Cuando eran casi las 8, la banda estaba saliendo al escenario y nosotros seguíamos afuera. No nos habíamos movido en una hora. Se rumoraba que habían cerrado las puertas. La masa, desesperada al oír la primera canción de Maiden, optó por echar abajo la reja exterior del parque. Mientras ellos la empujaban y ella cedía, detrás de nosotros se preparaba la policía y una tanqueta antimotines para embestirnos. Mi amigo y yo optamos por evadir la batalla campal. Tan pronto nos escabullimos al otro lado de la avenida, escuchamos los estallidos de las granadas de gas lacrimógeno y los alaridos de la revuelta. Tomamos un autobús y regresamos a mi casa para escuchar a Iron Maiden en el equipo de sonido, mientras bebíamos una botella de whiskey de supermercado.
Al concierto del domingo, en cambio, llegué casi quince minutos tarde y no había fila, sino guardias de seguridad con detectores de metales que indicaban pasar cualquier mochila por sus máquinas de rayos-X. El concierto ya había comenzado y en los corredores vacíos del coliseo vendían refrescos y comida, pero no había organizadores ni policía. Esa estaba adentro, rodeando al público.
Intentaba imaginar cómo se vería la situación desde el escenario, en especial para una banda acostumbrada a mares de furibundos fanáticos a sus pies, todos agolpándose por estar un centímetro más cerca a las leyendas vivientes de una música que, ante todo, pretende ser entretenida. "No hacemos política, no hacemos religión, no distinguimos entre razas ni entre sexos", dijo Dickinson en uno de los interludios, y quizás por eso ninguna canción fue censurada, en una ciudad donde la agrupación Megadeth, el año pasado, debió tocar algunos temas sólo en versión instrumental, sin letra.
Quizás porque estaban allí para divertirse se sobrepusieron a la rigidez policial haciendo como si no existiera, y trasmitieron una energía que después de casi 40 años de carrera artística, 16 álbumes y 23 tours -casi todos mundiales-, sigue prácticamente intacta.
Se impidió el uso de los pirotécnicos que son habituales en sus conciertos, pero mantuvieron la teatralidad, un auténtico sello Maiden, y mientras tocaban "Book of Souls", Dickinson batalló en el escenario contra la mascota de la banda, un monstruo de dos metros y medio, el emblemático "Eddie" con el que decoran sus carátulas. El cantante le arrancó el corazón, lo echó a una caldera de humo y luego lo lanzó al público (aunque supuestamente las bandas no pueden arrojar objetos a los espectadores).
Dickinson cambió de traje varias veces durante la presentación y la única censura (¿quizás autocensura?) fue mientras cantaba el clásico "The Trooper", vistiendo el uniforme del ejército británico del siglo XIX. A diferencia de lo que es costumbre en otras presentaciones, durante la canción no sacudió la bandera británica. En China no despierta simpatías y mucho menos cuando se asocia a un siglo que padeció las guerras del opio. En cambio, hizo la mímica de estar agitando algo en el vacío, así que quienes conocen a Maiden pudieron percibir la broma, y los que no quizás pensaban que estaría ahuyentando moscas.
Divertida también la canción en la que Dickinson se puso una máscara de luchador mexicano, o "Fear of the Dark", cuando insinuó que caminar por la Plaza Tiananmen de noche es tenebroso, siendo que me cuesta trabajo imaginar por dónde puede ser tenebrosa una caminata nocturna en esta ciudad. Ciertamente no Tiananmen.
El espectáculo, como China en general, estuvo envuelto en contradicciones que no impidieron pasar un buen rato. Sin duda fue el concierto de metal más extraño al que ido en mi vida.
[Crédito foto: thebeijinger] También puedes leer:
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