Tenemos el gusto de presentarles Hasta mañana, un cuento que relata la vuelta a casa de Alfonso, un chino que por más de 50 años vivió en Cuba. Reencontrarse con su China natal y con los impresionantes cambios que han tenido las grandes ciudades, es uno de los retos que este personaje de 80 años tuvo que enfrentar. Un cuento escrito por Isidro Estrada, ganador del premio en Narrativa del concurso literario sobre Huella de la Cultura China en Cuba, organizado por la Embajada China, el Instituto Cubano de Amistad con los Pueblos y el Grupo Promotor del Barrio Chino de La Habana.
A Angel Chiong, por la inspiración y el regreso
La maleta es grande, inmensa, descomunal. Se hincha y se desinfla, crece a punto de estallar, cambia de forma una vez y otra; se agazapa, se cubre de pelambre hirsuta, despliega garras y mueve la trompa, abre belfos y saca colmillos: va transmutándose en búfalo, mamut y rinoceronte, para terminar convertida en un león chino de trapo y papier maché, que corretea su efímera existencia por las calles de La Habana.
Alfonso Chiu quisiera convencernos de que el desfile de monstruos en que ha devenido su equipaje, a unos pocos pies de distancia de su cama de hotel en penumbras, no tiene nada de malo. Preferiría que no achacáramos sus visiones al cansancio de sus ojos- oblicuamente octogenarios -, al tropel de emociones de las últimas horas y, sobre todo, a los varios tragos de más que se dio esta noche. Fuerte ese licor maotai, ¿verdad Alfonso? Y dos veces fuerte si después te bebes – en inusual hazaña para el chino promedio-, tres copas de Wu Liang Ye, el licor de Cinco Cereales, que un par de horas atrás puso fin a una cena de quince platos, con sus delicias locales atrapadas entre los consabidos palillos, y con sopa para el final. Alfonso todavía no se lo cree: ha vuelto a China – su China-, después de más de medio siglo de haberla dejado, y aún no logra acostumbrarse a la idea.
Quisiera pedir que le excusáramos la algarabía en que se ha convertido una simple maleta de vinilo negro, en cuyas entrañas se acomoda media vida suya. Le gustaría decirnos que él no suele ser así, de los que ven visiones cuando el alcohol hace de las suyas. Que es un chino serio, casi abstemio, un cantonés de altura, el mismo que una vez cruzó los Siete Mares hasta las Américas, enlazando Cantón con Hong Kong, California y México, en una línea zigzagueante que le llevó hasta Cuba, donde ha vivido hasta hace apenas un día. Pero hoy ha sido ocasión especial y, como tal, había que celebrarla. Alfonso ha vuelto a casa.
Por eso no es raro que en la soledad de su cuarto de hotel comience a rebobinar lo que ha sido su vida. Y evoque los años mozos en que andaba con la pobreza sentada en los talones y el afán de aventura carcomiéndole las manos. Llegó a La Habana, y no ha pasado día desde esa fecha – y hasta esta noche en que acaba de instalarse en un hotel de la hoy cosmopolita Pekín -, en que no haya soñado con volver a su tierra natal, a la Patria. No hacía más que cerrar los ojos en Cuba, y de inmediato se le aparecían insistentes los parajes cantoneses, su diminuta aldea de ríos lechosos, sus valles y montes, sus muchachas con mejillas como manzanas.
Volver, volver, volver. Ese ha sido su norte durante sesenta años de habitar la isla adoptiva, plena de calores y mujeres intensos. Su ilusión, su mito, su angustia. Volver al reducto de todos los nacimientos, nadar a contracorriente, en un regreso al calor inimitable del útero materno; desandar los primeros senderos abiertos al asombro de sus pies infantiles anudados en sandalias de cuerda de cáñamo. Le gustaría contarnos todo eso, mientras evoca su primer calzado y ahora sonríe socarrón, contemplando las flamantes zapatillas deportivas de marca Lining – regalo de un obsequioso sobrino anfitrión – que recién ha dejado caer sobre la alfombra de su habitación, tras descalzarse al descuido. Se muere por susurrarnos que este regreso, angustioso a fuerza de deseado, y por fuerza preterido, bien vale un conato de juerga, que incluso justifica enlodarse en un simulacro de pecado.
Quisiera decirlo, pero se queda callado, y allí donde debe poner su argumentación, opta por dar la callada. O casi. “Del carajo”, espeta para sí mimo al fin, en su español cubanizado, salpicado de acento cantonés, aupando la expresión en un eructo con efluvios de licor blanco maotai. Intenta dormirse, sabiendo de antemano que no lo logrará por el momento. Hay demasiada excitación distendiendo el fuelle que se aletarga y palpita bajo el pecho enjuto. Excesivas han sido las vivencias en su primer día de regreso a la China de principios del siglo XXI, que nada tiene que ver con la que dejó más de medio siglo atrás, cuando quería comerse el mundo.
El es un chino serio, que no lo dudemos. Y con esa misma seriedad que por toda una vida le granjeó buen prestigio entre sus paisanos, fue el primero en levantar la mano en aquella reunión que cambió el rumbo de sus días, apenas un mes antes. En el casino de su asociación china en La Habana no cabía un alma el día que llegó la delegación. “Son gente importante de Pekín, que vienen a llevarse a algunos viejos de visita a China, y les ayudarán a reunirse con los familiares”, le aclararon. Alfonso se saltó todos los protocolos. La mujer que encabezaba el grupo lo miraba entre estupefacta y comprensiva, oyéndole decir en su mandarín mascullado que “ya voy para 80 años y no quiero morirme sin volver a ver China. Si espero por la cola de viejos del barrio creo que no me dará la cuenta. Tengo algún dinerito ahorrado, así que si ustedes me dan un empujoncito…”.
Y Alfonso supo – al fin – lo que era viajar en avión, parar en tránsito por Europa y ser recibido en el recién restaurado aeropuerto de Pekín por un sobrino-nieto, un cantonés regordete que le miraba como quien contempla una reliquia en un museo, y que luego lo pasearía en automóvil por toda la ciudad, contándole como alimentó sus cuentas bancarias a la sombra del caprichoso mercado inmobiliario pequinés. Al viejo Alfonso el pecho le saltaba arrítmico con cada rascacielos de cristal y acero, con los pasos a nivel, con la ciudad toda, que a fuerza de inmensa amenazaba con aplastarlo.
¿Se habría equivocado de país? Se contuvo, cerrando los ojos, dejando que las mieles del regreso le poblaran la boca semi-desdentada, saboreando una oportunidad inesperadamente única, como regalo tardío de quién sabe qué arte de birlibirloque. Por eso ahora se le antojan fuera de lugar los súbitos arrepentimientos que le asaltan tras la francachela de esta noche. Lo de hoy debe entenderse. Al menos él espera nuestra condescendencia. Es que, vaya, todos tenemos un día para echar la casa por la ventana. Un instante de debilidad. Un momento de auto-indulgencia.
Reflexiona que su vida es como una larga puesta en escena, una historia sacada de la Opera china, donde una saga puede durar toda una vida, y en la que los personajes son muy buenos-buenos, o muy malos-malos. “Hijueputas”, se corrige a sí mismo Alfonso, y los labios como de higo seco, pero pícaros, se descorren para mostrar dos incisivos dorados. Otro regalo del sobrino especulador. Aún no se adapta a llevarlos recién instalados tras la boca arrugada, la misma que antes, muchos años atrás, llegó a vocear hasta desgañitarse los helados más cremosos de La Habana, mientras el chino Alfonso marchaba empujando su carrito de madera y latón Zanja arriba y Zanja abajo. Y calcula que su ópera muy personal está llegando al final – un final climático, eso sí. Y lo hace acompañada de un derroche sonoro de gongs, cajitas chinas talladas en madera de alcanfor y violines pentatónicos de dos cuerdas, o erhu, como dicen en China. Tiquiriquití y Plá-plá-plá, suena la orquesta y detrás sigue un canto pletórico de inflexiones, que en Cuba taladraba los oídos a los que no habían nacido en China, pero que a la multitud de paisanos aplatanados le arrancaba ovaciones y les regalaba un viaje directo al paroxismo. No le importaría morirse ahora, o mejor dicho, después de ver el terruño natal allá en el sur, a donde espera partir en unas horas, cuando al romper el alba le llamen de la recepción del hotel. Preferiría disculparse por estos minutos de felicidad arrancados a tantos años de trabajo duro, pero en definitiva, ¿a santo de qué tanto contar con la licencia de los demás?
Harto está de lo mucho que ha debido disculparse buena parte de su vida, por casi todo y con casi todos. Lleva siglos con la disculpa a flor de labios. En un principio se excusaba consigo mismo, por haberse ido de la casa, dejando familia y patria, sin saber a ciencia cierta si podría regresar; por no haber dejado descendencia en la Isla; por no haberse casado nunca con cubana, a pesar de las varias que compartieron su lecho – “búscate un chino que te ponga un cuarto,” escuchó decir a la chanza habanera, y de inmediato se dio a cumplir la exhortación, acomodando la vida de blancas, negras y mulatas con la ayuda de sus helados de ensueños, más algún que otro golpe de fortuna de la charada china. Indulgencia esperó asimismo de sus seres queridos y otros deudos, a quienes fue perdiendo la pista a fuerza de años y distancia, como la esperó por mucho tiempo también de esta tierra inmensa que acaba de acogerlo de vuelta y que le muestra un rostro desconocido.
Hoy Alfonso no es un chino más: es un huaqiao, y a los huaqiao, o chinos emigrados que regresan, no siempre les acoge la amabilidad. Hay quienes se dan de bruces con un ambiente huraño, o al menos ajeno, tras pasarse toda una vida fuera. De vuelta los recibe un país que en los pasados 25 años de reforma económica ha ido de la noche a la mañana, sin tiempo para las transiciones y los matices. Y disculpas miles, – nunca lo olvida -, debió ensayar apenas puso pies en tierra adoptiva, en la Cuba donde intentó ganar aceptación entre aquellos que le exprimieron la vida a cambio de un salario de miseria, mientras se quejaban y mofaban a toda hora del chino-palanqueta-que-no-sabe-español.
A medio mundo le pidió perdón más tarde, por no comprender los vaivenes de la política, por desconocer el intríngulis socioeconómico. Abrió los ojos como platos de chopsuey el día en que aquella vida que sudó detrás de una carretilla de helados únicos se convirtió en “rezago del pasado”. “Todo es de todos ahora; no hacen falta más carretillas,” oyó decir, y se plegó al nuevo salto de la Historia. Se rascó la cabeza allí donde el lacio cabello negro de antaño empezaba a recular ante una embestida de madejas grises, según se esforzaba por que la idea penetrara en el cráneo. Nadando en dudas se quedó, viendo como desaparecían los paisanos que hasta poco antes, al igual que él, habían empujado carritos de helados y otras ricuras; y junto con ellos se hicieron humo los helados excepcionales y todos los platos exquisitos y baratos y la parafernalia chinesca que una vez hicieron época en el imperio mínimo de la calle Zanja.
Con los años, cuando le parecía que ya estaba curado de espanto, los hijos y nietos de aquellos paisanos – más algún que otro advenedizo con menos de chino que Fumanchú -, limpiaron y reconstruyeron algunas esquinas de su viejo barrio habanero, devolviéndole al menos un respiro de su brillo de antaño. “Del lobo un pelo”, se consoló, contemplando uno de esos vaivenes de la vida que aún hoy le trastocan las entendederas. Se alegró, sin embargo, apercibido de que se estaba aplicando un boca a boca de último minuto a la ancestral manía china de poner sobre un mostrador, o a horcajadas sobre un pregón, todo lo que merezca ser vendido.
Alfonso regresa los ojos a la maleta negra y se tranquiliza al ver que el león se ha quedado esquinado en una soledad obligada, adormilado en su abulia y abandonado por las demás criaturas, que se han marchado quién sabe dónde, según merman los efectos del maotai y la maleta retoma las dimensiones con que salió de La Habana. Siente que el sueño le va ganando en buena lid y se sume en la modorra, sabiendo que algún día nos contará que esta noche, como en tantas otras de descanso o insomnio en Cuba, la Patria se le aparecerá enfundada en brumas.
El día en que nos lo cuente hará un mohín que le descubrirá los incisivos dorados y nos confesará, entre extrañado y sobrecogido, que esta noche soñó – contra todos los pronósticos- que la tierra anhelada, la de promisión y capaz de obsesionarlo, no ha sido la de ríos lacteados y muchachas con caras de pomarrosa. Incluso, tampoco será la de los rascacielos y aeropuertos descomunales. Hoy Alfonso Chiu sueña que la Patria se llama Zanja y que el mundo cabe en una carretilla de cremas congeladas.