China Files comparte una divertida crónica de uno de los destinos más temidos (y a la vez amados) de China: Harbin. Visitar una de las ciudades más frías del país en pleno invierno puede ser mortal, y más para una persona acostumbrada a vivir en el trópico.
“Carajo que frío”, fue lo primero que dije cuando arribé a Harbin. Los -26 grados centígrados no fueron ningún impedimento para que los cientos de chinos que viajaban en el tren con nosotros salieran de la estación, campantes y felices, a abrazarse con sus familias y a prender sus cigarrillos. Yo apenas podía respirar, y sentía los mocos congelados. Eso era prácticamente lo único que sentía de mi cara.
Harbin es un lugar verdaderamente hostil. Su arquitectura es una mezcla de las culturas que han habitado la ciudad en los últimos 100 años: rusos, japoneses, chinos y manchús. Pero lo que verdaderamente la hace hostil es la capa de un metro de nieve que cubre las calles durante casi todo el año, el frío que congela el río Songhua, y los helados vientos que rompen las mejillas de todos los que la visitan en invierno.
“Esto es la peor locura que pude haber hecho”, le dije a mi hermana, mi única compañera de viaje. ¿Cómo puede un ser humano que viene del trópico, del calorcito caribeño, del viento caliente y las lluvias que refrescan, aguantarse ese frío?
Era enero del 2011, y en Harbin se estaba celebrando el famoso Festival de Hielo y Nieve, un espectáculo en el cual, por más o menos dos meses, el endiablado frío permite construir estatuas, casas, castillos, rodaderos, bares, restaurantes y budas gigantes de hielo y nieve. El tema de ese año fue Disney y, al mejor estilo chino, el castillo de la princesa era la atracción principal.
Tomamos la decisión de visitar el parque por un documental que había visto en National Geographic. En la televisión, nadie se veía frígido ni temblando y ninguna cara parecía estar sufriendo. Al contrario, todo el mundo se veía tan feliz, tan cómodo y tan calientes, que me sentía completamente preparado para enfrentar el reto. Sin embargo, sufrí. ¡Y sufrí mucho!
Los primeros dos días de viaje los dedicamos a conocer la ciudad, y el tercero a visitar la “ciudad de hielo”. ¡Qué ironía!, porque en invierno a mi todo me pareció una ciudad de hielo, no solo el parque.
Caminar a -26 grados centígrados es una aventura, o mejor aún, un peligro. La ciudad entera se encuentra llena de alarmas que le recuerdan a uno que después de -25 grados no es recomendable estar fuera por más de dos horas. Yo diría que no es recomendable salir de la cama.
La ciudad, cubierta por una capa de nieve mezclada con tierra, que se volvía barro y dejaba un olor asqueroso, no tiene mucho que ofrecer. Aparte de un par de lugares turísticos, como la copia de la catedral moscovita de Santa Sofía, hoy museo, y unas calles peatonales en donde se puede apreciar la gran diferencia entre la arquitectura china y la soviética, no hay más que ver.
Sin embargo, es una ciudad con mucha historia. Durante la invasión japonesa, funcionó como un importante centro de control para la armada nipona. Además, contó con uno de los sitios experimentales más sádicos que jamás hayan existido en la historia de la humanidad, que solo es comparable con los campos de concentración nazis: la Unidad 731.
Hoy convertida en museo, la Unidad 731 fue un laboratorio de experimentación humana creado por los japoneses para probar armas químicas y técnicas de tortura física y sicológica en humanos. La visita a un lugar como estos requiere de gran poder espiritual y mental, y puede ser muy fuerte conocer, entender y aceptar que allí se llevaron a cabo tales experimentos, y que fueron hechos por humanos en humanos. Uno que recuerdo con gran tristeza, pues me aterró que a alguien se le ocurriera algo así, fue la manera en que encerraban chinos en una cuarto con mosquitos contaminados con diferentes bacterias, virus y enfermedades. Antes de terminar en el fondo de una fosa, tortuosamente asesinados, los sujetos eran sometidos a cientos de exámenes. Los mosquitos eran nuevamente atrapados por las fuerzas japonesas, encerrados en cápsulas de vidrio, y lanzados contra la sociedad civil. Algo de no creer.
El viaje a Harbin continuó, y por fin llegó el día de visitar el famoso Festival. Uno de los requisitos para entrar era que debíamos ser parte de un tour, así que fuimos en búsqueda del primero que nos permitiera “colarnos”. En el bus, la guía advirtió en chino sobre los peligros del parque. Yo no entendía ni pío de lo que estaba diciendo, pero creía comprender a que se refería cada vez que se tocaba la boca y las orejas. A mi modo de ver, ella decía que nos debíamos quedar callados y escuchar. Pero no era así. Lo que en verdad estaba diciendo era que siempre debíamos utilizar tapabocas y orejeras. Tenía toda la razón. Terminé usando un tapabocas de Hello Kitty y unas orejeras de peluche (gracias Sra. Guía por tan buen regalo).
Dentro del parque todo era lo mismo. Los chinos son chinos y la multitud no se hizo esperar. Tuvimos que hacer largas filas para entrar a las “edificaciones”. Ese año había algo especial, y también había muchas actividades para hacer como rodaderos, esquí, o tirarse en una llanta desde una montaña de nieve o en un carrito por un tobogán. Todo esto a -40 grados. Sí, -40, pues a pesar de que la temperatura ambiente era de -26, la gran cantidad de hielo hacía que todo fuera más frío. De hecho, cuando hicimos las filas había letreros en varios idiomas que advertían que era mejor alejarse un poco del hielo.
Visitamos las estatuas y los castillos, tomamos cerveza Harbin en el bar de hielo, y montamos bicicleta en una pista de hielo. También disfrutamos del show de pólvora más largo que jamás había visto, o tal vez me pareció eterno por el frío insoportable que estaba haciendo. Todo transcurrió con tranquilidad. Todo era bonito, pero frío, hasta que se nos ocurrió tirarnos por uno de esos rodaderos.
Yo pensé que nada podía ser peor en ese viaje. El frío, las orejas congeladas, no sentir los dedos de los pies, visitar la Unidad 731, mis mocos congelados, las pestañas de mi hermana llenas de hielo. Eso era malo, pero aún no había llegado lo peor. Lo peor fue el maldito rodadero. Uno debía montarse en un carrito y dejarse llevar por las altas velocidades hasta el final, que no se alcanzaba a ver desde el punto de partida. Se veía sencillo.
La fila eterna (probablemente de 20 minutos que a -40 grados parecieron años) no me preparó en lo más mínimo. Me subí en el carrito y empezó el camino, primero un poco despacio, pero después todo se salió de control. Debo aclarar que los carritos están hechos para chinos que a duras penas miden 1,60. Choqué contra las paredes y me golpeé los codos. De repente, y sin esperarlo, un montículo de nieve en el que me clavé, en vez de algo decente que me frenara, anunció el final del recorrido. No puede haber algo más chino y peligroso.
Quedé completamente aturdido y todo me dolía. Ni los chinos que esperan al final del rodadero para pararlo a uno, ni las otras personas que me estaban viendo, paraban de reír. Mi hermana, que se había deslizado al mismo tiempo que yo, no podía estar más extasiada. Mientras tanto, yo sufría. Para mi eso fue lo peor. Tal vez parezca una gallina, pero me dolió mucho.
A decir verdad, el viaje lo terminé disfrutando, y ahora la anécdota no es más que eso. Recomiendo constantemente a la gente que visite Harbin y viva esa experiencia. Es algo indescriptible y más para un caribeño, acostumbrado al sol que ilumina las palmeras y a la brisa que hace bailar los árboles de mango.
Eso es lo que hace que China sea tan mística. Mientras uno cree que es el centro del mundo y sufre como gallina, los alrededores lo bajan rápidamente de esa nube. China es para valientes. Eso es lo más hermoso de este país.
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