Xinjiang es una de las zonas más alejadas y desconocidas de China. Sin embargo, nuestra colaboradora Rebeca Lucía Galindo tuvo la oportunidad de viajar al "nuevo territorio" y escribir una crónica que, al tiempo que narra algunas de las costumbres locales, describe la situación política y social de una región a la que Beijing parece haberle declarado la guerra.
“Salam aleikum”. Dos hombres se saludan en un mercado que huele a frutos secos, hierbas medicinales y cigarrillo. A mi alrededor venden lavanda, naan, tofu, decenas de variedades de ají, sandías, yogurt casero, dulces rusos y leche de camello. Así es el centro de Urumqi (Wulumuqi), la capital de Xinjiang; una ‘frontera’ de mayoría musulmana en el oeste de China que todavía expele los viejos aires de la antes gloriosa Ruta de la Seda.
Xinjiang es la provincia más extensa de China (tan grande como Perú y Ecuador juntos) y su nombre se traduce como ‘nueva frontera’ o ‘nuevo territorio’, ya que fue incorporado por el imperio Qing. Hoy Xinjiang parece una nación multiétnica con la herencia de pueblos nómadas, una especie de país anexado.
Desde antes del establecimiento de la República Popular, la provincia ha sido objeto de un proyecto de integración política, control religioso y de la constante inmigración de chinos Han para expandir la asimilación cultural. Discursivamente es explícito cuando uno visita los museos en Urumqi, donde las exposiciones sobre el desarrollo histórico de la provincia la describen como “una parte inseparable de la gran madre patria”. El resultado de tal expansión de una China unificada fue un cambio demográfico radical: la población Han es mayoritaria en ciudades del norte de Xinjiang como Urumqi (cerca del 70 por ciento, mientras que los uigur (etnia túrquica) están concentrados en las zonas rurales y menos desarrolladas del sur de la provincia.
Aunque está más cerca de Rusia que de Beijing, Xinjiang comparte el mismo huso horario que el resto de China. El gobierno central, obsesionado con la idea de unidad, maneja una sola zona horaria para todo el país. Sin embargo, en la región existe un sistema informal que resta dos horas al sistema oficial y que está más sincronizado con los momentos de luz día. Estas inconsistencias hacen muy confusa la coordinación entre visitantes y locales. Muchos negocios solo abren sus puertas después de las diez de la mañana y en varias ocasiones tuvimos que cenar a las diez de la noche, cuando afuera no ha terminado de atardecer gracias a las horas de extra luz que ofrece el verano. Me gusta leer este ‘reloj’ paralelo como una pequeña forma de resistencia simbólica a las políticas con las que estos pueblos han tenido que negociar su día a día.
Aunque es imposible olvidar la amargura latente entre las minorías étnicas que han vivido procesos de asimilación cultural, en Xinjiang la gente se muestra muy sensible a otro tipo de emociones mucho más palpables y sencillas: el placer de la dulzura de las frutas que crecen en la región. Las sandías, melones y uvas de la zona son tan dulces, que pueden empalagar hasta al más goloso. Al final de la jornada laboral, muchos se aglomeran frente a las ventas de frutas improvisada. Me acerco a uno de estos grupos y compro un pequeño pedazo de melón por un yuan. Este ‘postre’ se come de pie y está acompañado del sonido del jugo de la fruta que se escurre a través de la cáscara. Muchos balbucean algo inteligible que, para oídos ignorantes como los míos, suena árabe. Todos mastican, ríen y chatean en sus celulares. La fruta se termina, el vendedor deja de gritar y todos nos alejamos del lugar con los dedos todavía pegajosos.
Espacios volátiles
En el distrito de Erdaoqiao, uno de los barrios de mayoría uigur en Urumqi, las mujeres andan con diferentes tipos de velo, los hombres y niños visten doppas (gorros tejidos) y los restaurantes solo tienen menús en uigur. Esta lengua túrquica se escribe con el alfabeto árabe (se lee de derecha a izquierda) y está presente desde que uno llega al aeropuerto, donde la señalización es bilingüe.
Sin embargo, otras partes de la ciudad se asemejan bastante al resto de la China habitada por los Han… edificios de apartamento, autopistas, ‘moto-taxis’, negocios de comida callejera y ventas de frutas sobre las aceras.
En las zonas urbanas es evidente la auto-segregación que le siguió a la acelerada migración de chinos Han que comenzó desde la dinastía Qing y que se aceleró en las últimas décadas. Esta división es evidente cuando uno busca algo de cenar durante un breve recorrido por la ciudad. Mientras el cerdo es la base de la mayor parte de la culinaria china, en las zonas musulmanas de Xinjiang la palabra ‘cerdo’ (zhu / 猪) ni siquiera es pronunciada y es reemplazada por la palabra ‘negro’ (hei / 黑). La dieta halal no solo prohíbe el cerdo sino también el alcohol, una parte importante de la socialización en la mesa entre las culturas chinas. Los uigur y otras etnias musulmanas rara vez frecuentan los restaurantes que no cumplen con sus estándares.
La rigidez de las fronteras inter-étnicas en ciudades como Urumqi podría parecer menor mientras uno camina los domingos en los parques públicos, donde familias enteras se sientan a comer junto a fuentes de agua para escapar del seco calor del verano. Sin embargo, un chequeo de seguridad en la entrada y una decena de pancartas de propaganda y de advertencias sobre las ‘formas civilizadas de vestir’ le recuerdan a la población musulmana las formas como sus cuerpos y vidas son objeto de la política antiterrorista de Beijing.
Este año el gobierno prohibió el uso de la burka o cualquier otro velo que cubra el rostro de las mujeres y, en los hombres, prohibió el uso de barbas largas. También fue prohibida la ropa que tenga el símbolo del Islam: la Luna creciente y la estrella que caracteriza muchas banderas como la turca. Las regulaciones han sido catalogadas como una violación a la libertad religiosa y como otra manera de controlar la expansión y visibilidad pública del Islam bajo el pretexto de mantener la seguridad nacional.
Desde los atentados del 11 de septiembre del 2001, el gobierno chino aprovechó la coyuntura para declarar a los movimientos políticos uigur como terroristas; varios de los cuales predican el deseo de establecer un Estado de Turkestán Oriental. En junio del 2004, el entonces presidente Hu Jintao dijo en un discurso público que el país tiene que “combatir los tres males: separatismo, extremismo, y terrorismo”. Sin embargo, ninguna de esas políticas han evitado la constante segregación interna de la región, el resentimiento, la represión o las muestras de violencia.
El 5 de julio del 2009, Urumqi fue escenario de uno de los incidentes más violentos de la historia reciente. Lo que comenzó como una manifestación por la muerte de dos trabajadores uigur en una fábrica del sur de China terminó en desórdenes y ataques en contra de población Han. Casi 200 personas murieron en medio de los choques entre manifestantes uigur, la policía y civiles Han. El resultado fue una fuerte represión y un apagón informativo que puso sobre la agenda global la frágil política étnica de esta parte del país. Eventos similares venían escalando desde la década de los 90, con asesinatos y bombas dirigidas a figuras políticas, y con protestas de pequeña escala.
El evento más reciente ocurrió en 2014 en la provincia de Kunming (sur del país), donde un grupo, identificado como uigur separatista, apuñaló y mató a 29 personas en una estación de tren. A pesar de la represión en contra de las minorías étnicas y religiosas que le siguió a estos atentados, las mayores armas del gobierno central en contra de la inestabilidad son los incentivos económicos. El desarrollo y la inversión en esta región rica en gas natural, petróleo y minerales ha jugado un rol importante en la reducción de la pobreza. Para Beijing, la estabilidad política depende de un proyecto de prosperidad económica que reduzca la resistencia social hacia Beijing y a la vez mine el apoyo de actividades separatistas.
Es imposible olvidar todos estos eventos mientras merodeo la ciudad. Hoy el centro de Urumqi y la zona turística del Gran Bazar es un hervidero de comerciantes y ancianos que se sientan a hablar, fumar y jugar ajedrez. Así es como la calma supera a la tensión social que está tácita en cada conversación.
Doy un último recorrido por las ventas de frutos secos y telas. Pregunto precios y recibo miradas curiosas de los adultos y muecas indiferentes de los niños. Una persona que no logra adivinar el origen de mi pésimo acento de mandarín me pregunta cuál es mi grupo étnico. Me río y recuerdo el comentario de una buena amiga que me dijo que, si yo fuera china, sería de Xinjiang. “Uno supone que los chinos que no parecen chinos vienen de allá”, me comentó en broma. He aquí lo más problemático de la nacionalidad para estos pueblos: cuando una identidad es contenida y queda casi ‘devorada’ por otra que es políticamente dominante.
*Rebeca Lucía Galindo es una periodista colombo/hondureña, estudiante de la Maestría en Comunicación Global de Communication University of China (Beijing) y Simon Fraser University (Vancouver, Canadá).
[Crédito fotos: Rebeca Lucía Galindo]
También puedes leer:
– Sinología: China, sus minorías étnicasy las resistencias uigur y tibetana
– Pena de muerte en el "nuevo territorio"