Estoy esperando a Parhat en la parada 六中 a las 9:50AM, a –18°C. “Ni modo”. Parhat me hizo salir de la cama, al frío, para nada. Hay un supermercado a quinientos metros y necesito una sartén. Muchas veces me han dejado plantado, y lo suelo tomar con alivio. Me gusta tener mi tiempo conmigo mismo.
Suena mi celular veinte minutos después. Es Parhat. Estoy justo entrando al Carrefour. Decido darle otra oportunidad.
Parhat, de Aksu (en el oeste de la provincia), tiene la piel oscura, cejas gruesas, ojos pequeños y un bigote de Mario Bros. Es de voz áspera y sonrisa perenne. Viste orgulloso su uniforme de mesero, hasta una etiqueta con el logo y su nombre. Su mandarín es muy básico. Lo equipara con el mío, pero se subestima (o me sobrestima demasiado). Me quiere llevar a su clase de mandarín. Vamos media hora tarde.
Nos sentamos hasta atrás. Es un salón pequeño. Las paredes blancas están llenas de pisadas, como si caminaran sobre ellas. Estudiantes –desde 7 años hasta 24 años– se sientan en filas de tres escritorios miniatura con asientos integrados. Todos son uigures. La maestra lee una frase, y todos repetimos dos veces. Usan un libro de mandarín para extranjeros principiantes; tiene las explicaciones en inglés, aunque nadie habla inglés. La clase me parece fácil de seguir.
Parhat olvidó su libro. Una niña de unos doce años está sentada en frente, y Parhat le pide que se junte con alguien más y nos preste su libro. La niña obedece. La ley de la selva, ¿no? Los demás estudiantes me ven de reojo y sonríen. Alguno que otro se aventura a lanzar un hello.
La maestra también es uigur. Se llama Naharyap. Su mandarín es claro y sin acento. Probablemente estudió en alguna de las universidades de Beijing, Shanghai o Shenzhen. Su manera de vestir es distinta. Rara vez verías a una uigur vestida como ella. Trato de recordar la última vez que tuve una maestra así de joven. Es fácil enamorarse de una maestra, simplemente por que la tienes que ver todo el tiempo. Le encuentras el ángulo, eventualmente.
La lección de hoy es sobre “viajar”, y habla de la Gran Muralla. Parhat dice que Mao Zedong dijo que “aquel que no haya ido a la muralla, no puede ser considerado un hombre”. Le pregunto a él y a los otros estudiantes que si han ido, y todos se voltean sin decir nada y ahí muere la conversación.
La maestra uigur da dos horas de clase. Luego, una maestra Han da la última hora. Entra, y todos se levantan al mismo tiempo. “Laoshi hao” (‘hola maestra’). Noto que habla más rápido que la maestra uigur. Su rostro brilla, señal de varios días sin una ducha.
De repente, la maestra mira fijamente a dos niños que están hablando en clase. Nadie habla mientras los reprende duramente. A partir de ahora no se podrán sentar juntos. Si persisten, los sentará en la silla de la vergüenza –tres sillas sin escritorio al frente, a la mirada desmenuzante de todos–.
Por último, la maestra habla de deportes. Empieza a dar un discurso sobre cómo los cuerpos no son iguales. Dice “los chinos somos más pequeños y nos cansamos más rápido, por eso somos malos en el básquet y en el fútbol, comparados con Estados Unidos. En cambio, somos buenos para el bádminton y el ping-pong”.
Es curioso que la maestra diga eso. ¿No ha visto el medallero de las últimas olimpiadas? Sus palabras son parte de los mitos chinos que circulan de boca en boca. Es increíble como la educación —en todas sus formas— planta ideas limitadoras.
A pesar de todo, la clase me gusta. Está llena de incidentes. Consideraré inscribirme. Un estudiante de inglés, del salón de a lado, me pidió mi teléfono. Minutos después, veo que lo comparte con todos sus compañeros.
Jorge A. Ríos escribe desde Urumqi. Su blog se encuentra en China Files y en Desde el far west chino. Haz click acá si quieres saber más de este blog.