Ai Weiwei es uno de esos artistas que lograron catapultarse en el mundo del arte mediante su activismo político. El mundo ha visto varios así. Pero Ai es especial: es de China. Perfil del artista que ha sido condenado por el gobierno chino a pagar una multa multimillonaria por presunta evasión fiscal.
La fama de Ai Weiwei había alcanzado unos niveles tan altos, especialmente en el extranjero, que nunca se pensó que el gobierno pudiera hacer algo para callarlo. Pero este año, ante la perspectiva de un posible contagio de la primavera árabe y de sus protestas contra el autoritarismo, el artista fue detenido durante una redada a activistas, abogados y defensores de derechos humanos. Durante 81 días no se supo nada de él.
Después de eso, su fama realmente se catapultó. Gobiernos, instituciones oficiales, representantes del mundo del arte y miles de ciudadanos del mundo reclamaban su libertad. Su cuenta de Twitter pasó de tener 70.000 seguidores a 106.368 durante sus tres meses de cautiverio. Ante la incomprensión del sistema legal chino, abundaron los titulares que anunciaban: “Ai Weiwei desaparecido”. El mundo finalmente había encontrado la prueba tangible de que China tiene un gobierno represivo. Pero como siempre, Pekín fue rápida en responder, alegando que el artista era investigado por “crímenes económicos”.
La movida del gobierno chino, extrema y errónea para muchos, logró que Ai Weiwei se posicionara a nivel internacional. Además de integrar la prestigiosa lista de las 100 personas más influyentes compilada anualmente por la revista Time, la revista británica ArtReview lo designó el artista más poderoso del mundo. El año pasado había ocupado el puesto 13.
La noticia pasó en blanco en China. Casi ningún medio chino replicó la distinción. Era de esperarse: muy pocos en China conocen a Ai Weiwei, y los medios y autoridades se esfuerzan en que su nombre se difunda.
Del arte a la política
A pesar de todos los honores y reconocimientos, Ai Weiwei es aún una persona desconocida en China. La bulla que generó su detención logró filtrarse poco dentro de China continental. A nivel local, la figura de Ai como detractor ha sido más fuerte que la de artista. Su choque constante con el gobierno ha impedido que su trabajo sea considerado como arte y, por lo tanto, que sea admirado bajo el aura de la subjetividad. Y aunque en China existen otros artistas de alto calibre político, el hecho de que Ai superara las barreras artísticas para “actuar” como activista fue razón suficiente para que entrara en la lista negra del gobierno.
Ai comenzó su carrera como estudiante de cine en la Academia de Cine de Pekín. Allí pudo codearse con los que hoy son los grandes representantes del séptimo arte en China, como Zhang Yimou o Chen Kaige, y con otros artistas de la talla de Wang Keping, con el que junto a otros artistas formaría el primer grupo de arte político en China, “Stars”.
La presión oficial y la desazón de libertad lo llevaron a emigrar en 1981 y sin un futuro claro a Estados Unidos. En Nueva York intentó estudiar arte, pero rápidamente lo abandonó al negarse a estudiar las materias teóricas. Luego, se inició allí como artista en el barrio del East Village, apadrinado por el galerista Ethan Cohen, quizá el primer extranjero en encontrar una fascinación en la unión de su nacionalidad y su mentalidad crítica.
Diez años después, Ai regresaría a China. Sus antiguas amistades y relaciones familiares le permitieron montar su propio estudio y poner a producir artística y económicamente sus experiencias americanas. De crear obras modernas, como un zapato cortado por la mitad exhibido en Nueva York, pasó a pensar el arte como un mecanismo de exploración y de cuestionamiento de la sociedad en la China en apertura con la que se encontró.
Desde ese momento definió un elemento que se puede rastrear en muchas de sus obras: Ai busca crear una situación molesta y paradójica que cuestiona la realidad. Mediante el uso de objetos comunes, valorizados por el paso del tiempo, cuestiona la eternidad y el simbolismo que las cosas nos transmiten. Y esto adquiere un peso inmenso en un país con más de 4.000 años de cultura y con un fuerte deseo de destrucción ligado al afán por reconstruir y modernizar.
Durante un performance en el Museo de Oregon, en Estados Unidos, recolectó cientos de jarras y jarrones antiguos chinos –algunos de la era neolítica-, los pintó con colores chillones y logos de Coca Cola. Luego, uno a uno, los fue dejando caer al piso. La China milenaria chocó con la modernidad, y esto terminó por destruirlo. Para la exposición Documenta 12 -la cita más importante en el mundo del arte contemporáneo- en la ciudad alemana de Kassel, Ai recolectó puertas de las dinastías Ming y Qing que encontró en un basurero de Pekín, el resultado de la destrucción de amplias zonas de casas tradicionales pequinesas –hútong- que han cedido su lugar a barrios de rascacielos traslúcidos. Al unirlas, el artista rebelde las convirtió en una gran escultura que semejaba el recorte de papel, de siete metros de altura, de un templo chino, cuyo título evocaba “el molde de un templo que ya no existe más”.
En sus diferentes obras, Ai Weiwei juega con elementos de la sociedad china, como antigüedades o bicicletas, sobreponiéndolos a la realidad, creando espacios perturbadores. O busca desafiar los estándares sociales, usando palabras y gestos fuertes para desafiar autoridades, como son sus célebres fotos en las que él le muestra el dedo del medio a la Torre Eiffel, a la Casa Blanca y a la Ciudad Prohibida.
Justo cuando fue detenido florecía una de sus más mayores obras y éxitos como artista: su instalación en la sala de turbinas de la Galería Tate de Londres, una invitación que sólo han recibido 11 artistas, entre ellos la escultora colombiana Doris Salcedo. Para esta obra Ai encargó a 1.600 artistas de Jingdezhen –capital de la producción de porcelana en China- crear y pintar a mano unas cien millones de semillas de girasol en cerámica. Las semillas de girasol, un pasabocas común en China, representaba la masificación de la producción en el gigante asiático. Los visitantes podían caminarles encima, convirtiendo un trabajo de más de seis meses en polvo. La invitación duró tan solo una semana, pues la inhalación de tanto polvo fue considerada no saludable.
Pero quizá el trabajo que marcaría con mayor fuerza la fusión entre arte y política ocurrió después del terremoto que devastó la provincia de Sichuan en 2008. Fue en ese momento cuando Ai mismo declaró haberse dado cuenta de que su trabajo podía generar una mayor conciencia colectiva. El terremoto, que dejó en su mayoría víctimas menores de 12 años, reveló que detrás de la construcción de escuelas existía una red de corrupción y malversación de fondos públicos.
Ai viajó a la zona y compiló una lista –única en China- con los nombres de los 5.300 niños muertos, reclamando a Pekín y solicitando respuestas. Ese trabajo marcó el punto clave para que fuera considerado un activista peligroso en China y, al mismo tiempo, fortaleció su voz como líder social. Desde ese momento, sus happenings comenzaron a vincular conceptos como democracia, libertad de expresión y libertad política.
Muchos han criticado su labor, pues la consideran un marketing bien pensado. La fórmula que mezcla China, arte, censura y política parece ser un cóctel fácil de vender en Occidente, incluso a precios muy altos. Sus esfuerzos por denunciar se han vuelto tan marcados que han sido cuestionados incluso dentro del ámbito artístico. El vocero del Ministerio de Relaciones Exteriores fue enfático en aducir el reconocimiento de ArtReview a “motivaciones políticas” y cuestionó la legitimidad de la publicación.
“El apoyo occidental a los disidentes chinos en los últimos dos años no tiene ningún precedente”, escribió el Global Times, un periódico oficial de corte liberal y uno de los pocos medios chinos en publicar la noticia. “Este tipo de premios no se tienen ninguna relación con la mentalidad china. Un rebelde político que gana un premio se convierte prácticamente en un modelo a seguir”.
Para Michael Anti, un conocido bloguero y columnista chino, Ai es sin duda el artista contemporáneo más importante de China. “Él no tiene concepto de censura. Su idea de arte es una expresión sincera, no como otros quienes al autocensurarse producen un arte engañoso , señaló a la Gaceta. No obstante, añadió que el premio se limita al mundo del arte, pues “no tiene nada que ver con su activismo”.
En tanto, el artista de 54 años permanece en su estudio pequinés, silenciado al tener controladas las visitas de la prensa y el acceso a Internet, donde llevaba a cabo buena parte de su activismo político.
Mark Rappolt, director de ArtReview, afirmó que Ai Weiwei ha permitido a otros artistas “alejarse de la idea de que trabajan dentro de una zona privilegiada delimitada por las paredes de un museo o una galería”, casi siempre cerradas hacia sí mismas. “Su activismo recuerda que el arte puede alcanzar un público más grande y conectarse con el mundo real”, añadió.
Ai lo ha dicho desde siempre: “Para mí, el arte y la política son una misma cosa. No puedo hacer arte sin pensar en política, ni política sin volver mi acción algo artístico”. Por eso se dio el lujo de participar en el diseño del Nido de Pájaro, para luego salir a boicotear los Juegos Olímpicos. “El estadio olímpico era arte, los juegos, política” afirmó.
Publicado en La Gaceta dominical de El País (Colombia).