El karaoke, o KTV, a pesar de ser una gran diversión para los chinos, es una "disciplina seria" en la que todos dan lo mejor de sí, como si se tratase de una final en American Idol. En el siguiente relato, Arturo Alvarado nos cuenta su experiencia en una de estas noches, en las que más de uno puede salir llorando.
Una introducción breve. El karaoke es diferente en Asia y en América Latina. Yo solo tengo la experiencia de karaoke en China y en Costa Rica. En Costa Rica la de haber visitado estos antros pero no la de haber cantado, porque es una experiencia muy pública la de subir a una tarima, tomar un micrófono y entonar alguna canción frente a conocidos y desconocidos, posiblemente una ranchera o algo que sonaba en la radio mucho antes de mi nacimiento. Hay una atmósfera maldita en estos oscuros lugares, donde se enfrentan los valientes a rajarse el alma frente a una audiencia.
En China son cuartos, numerados como en un hotel, luces rosadas, acolchados sillones, decoración kitsch, una mesa de vidrio saturada con botellas y extravagantes platillos, pantalla plana, y controles para operar el karaoke tan sofisticados como los tableros de un Boeing. Claro que los hay de diferentes tipos y de diferentes precios, los hay más o menos lujosos, y más o menos lujuriosos, pero a mí me interesan los que son para tomar y cantar. La diferencia fundamental de un karaoke chino es que es un ambiente privado, no hay que ser valiente y, por lo tanto, tampoco hay que cantar bien. Bueno, es normal algo de timidez al principio, pero el que no ha cantado es solo porque no es suficiente lo que ha tomado. Lo digo yo que no fui bendecido con una voz particularmente dulce.
En cuanto a la aventura del karaoke chino hay dos experiencias distintas. Una es la de visitarlo con otros extranjeros y otra es visitarlo con naturales de China. Hay diferencias marcadas pero la más llamativa es la seriedad con que se vive la experiencia. En ambos casos hay alcohol, en ambos casos hay exceso, pero en el primero ir a cantar es un chiste. Desentrañar canciones de la adolescencia y, más que cantarlas, gritárselas al micrófono mientras la pantalla muestra footage de paraísos tropicales en los ochentas, es sin duda una práctica satírica. Cuando los karaokistas foráneos se doblegan por la noche, no es raro observarlos parados en la mesa, o sin camisa, o entonando una canción que no corresponde con la que la pantalla reproduce.
Pero el karaoke con chinos es otro tipo de animal, porque es una disciplina seria, y misteriosamente todo el que canta lo hace impecablemente, como finalista de American Idol. Cuando estudié cine era de los únicos extranjeros en una clase de 100 personas, y las salidas consistían en ir a un restaurante, sentarse una mesa circular y compartir comida y alcohol o en ir al karaoke y sentarse en los sillones mientras la gente se iba animando a cantar. Tengo las sospechas de que para los chinos cantar feo, así como yo lo hacía, no era gracioso, era solamente feo. El enaltecimiento propio a través de la auto mofa no es tan bien recibido, parece hacérseles incómodo. Es una sociedad en la que el face value es fundamental, mientras que yo por diversión destruyo mi face value cada vez que tengo oportunidad (con amigos cercanos). Aprendí muchas cosas visitando karaokes con chinos, por ejemplo que los chinos sí fuman marihuana, al menos mis compañeros que eran artistas, pelo largo, vestidos a la moda -no se a cuál moda-. Prendían el puro y ni se preocupaban por cerrar la puerta del cuarto.
“De por sí los meseros no saben lo que es” me dijo un compañero. Puede que ni los policías la reconozcan, pero en un país en el que el tráfico de drogas se castiga con pena de muerte yo me ponía nervioso cuando percibía esos aromas herbales.
Recuerdo también cuando llegaba la hora de los discursos, alguien tomaba el micrófono y, en lugar de cantar, lo que entonaba era una intensa prosa sobre la amistad, la experiencia, y de cómo lo que estábamos viviendo quedaría registrado en el más sagrado anaquel de la memoria. Luego alguien más tomaba el micrófono y pronunciaba algo parecido y así sucesivamente hasta que una buena parte del grupo hubiera dicho algo. La hora de los discursos era muy común sin embargo no siempre sucedía, pero lo que obligatoriamente acontecía cada vez que había noche de karaoke con chinos era la hora de las lágrimas. Ya cuando el alcohol nublaba el buen juicio y una tonada melancólica y despechada retumbaba en las paredes del cuarto, siempre había al menos una persona que reventaba en llanto; un llanto desconsolado. Podía ser un hombre o podía ser una mujer, y lloraban por algún amor que había partido. En esa China gigantesca habitada por tanta gente, qué será de esos amantes perdidos, qué será de esos fragmentos de amor despilfarrados por tantas ciudades.
No suelo apostar, mucho menos dinero, pero mi amigo Tao y yo teníamos este juego que consistía en apostar quién sería el compañero que iba a llorar esa noche, podía suceder temprano o tarde pero siempre alguien lloraba. Tao era un tipo alto y rudo, su voz era grave, tan grave que a veces me parecía que la forzaba. Era del noreste chino, zona ridículamente fría en invierno, era de alguna ciudad donde según él pululaban las pandillas de criminales conocidas como sociedades negras -heishehui-. Me contaba que en su adolescencia empezó a rodearse de malas compañías y pasó dos semanas en la cárcel. Saliendo de prisión pensó en hacerse un tatuaje en el brazo, rito de iniciación para formar parte de una de estas organizaciones. Su padre, con una intuición de sabueso, le juró con total seriedad que si le veía un tatuaje le iba a arrancar el miembro donde se lo hiciera. Tao le creyó, dice que su padre lo salvó.
Tao decía que su padre ya era viejo, y me contó que se sentía culpable de haberlo dejado solo, él había llegado a Beijing -al igual que todas y todos los que estábamos en ese cuarto de karaoke- con el sueño de ser director de cine. Ese día Tao fue el que lloró, mientras al micrófono otro compañero se tomaba muy en serio una canción romántica.
[Crédito foto: youmeshanghai]
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