En este cuento basado en Beijing una señora visita el museo de arte contemporáneo de la capital china, es confundida con una obra de arte y se vuelve una de las piezas más famosas del mundo.
Todos los domingos iba al club de abuelos a jugar al chinchón; hacía un biscochuelo y lo llevaba envuelto en un repasador. Se pasaban la tarde jugando y charlando con los otros jubilados, y fue ahí donde Matilde, una de sus amigas y compañera de yoga, propuso el viaje a Asia. Era uno de esos packs típicos donde hacían en un mes una decena de países. Matilde mostró unos folletos que le habían dado en la agencia. Podían viajar cuando quisieran (ella proponía julio), si lo hacían en grupo de más de diez el precio bajaba considerablemente y hasta podían pagar en cuotas. María se imaginó por unos segundos en el avión.
Su hija mayor se acababa de separar y había desembarcado con sus tres nietos en la casa, su hijo se había ido a vivir a Punilla, los otros nietos la visitaban de tiempo en tiempo, su esposo había muerto muchos años atrás. Se sentía sola, como pensaba que debía sentirse una señora de su edad.
Todos los días el mismo pedacito de pan, con dulce, té y al mediodía bifes con ajo, puré de batata. Después miraba mucha televisión, noticieros, a la noche Susana Gimenez, hablando sola: Cuando sabía una respuesta la gritaba con los puños hacia la pantalla. Al domingo siguiente, ya cuatro abuelos estaban entusiasmado con el viaje: Doña Giraudo, que había viajado a España cinco años antes, la recientemente jubilada Balcells, Amelia Días y Amelia Masarico. Los hijos le insistieron en que aceptara la propuesta del viaje.
El dinero no era un problema, en esa familia donde no sobraba ni faltaba nunca demasiado. Gracias a un comercio familiar, llevaban una vida mas bien desahogada. Así que llamó a Matilde y le dijo que ella también se sumaba y quedaron en reunirse al miércoles siguiente. Se juntaron en la casa de María, que había pasado también por la agencia y tenía folletos, fotos y promociones. Y cuando menos se dieron cuenta, ya había llegado el momento de partir. Tenía el pasaporte nuevo, el rollito de dolares y la riñorera. Todo fue tan rápido que recién en el taxi empezó a pensar en Asia.
Casi toda en blanco y negro, mientras avanzaban hacia Pajas Blancas, iban surgiendo torres, callejuelas, mujeres en vestidos elegantes. En el hall de entrada se encontró con el grupo. Casi todos tenían remeras blancas, como si fuera un uniforme. María se había puesto una camisa color durazno y su cara estaba brillosa de cremas y cremas que le daban a su piel ese perfume tan especial que sus nietos recordarían.
Eran como niños, jugaban a quitarse el pasaporte, mirarse las fotos, invariablemente vergonzosas. Hacían cola india después de despedir a los parientes. Todos los hombres tenían gorritas con biseras, todas las mujeres sombreros blancos de paja o de tela verde cazador. María se sentó al lado de la Negra, que traía una colección de revistas Gente para el viaje.
Ella que pensaba en todo, no había pensado que haría durante el viaje, le habían dicho que podría ver películas, y eso le había parecido suficiente. Pero claro, no vería doce horas de películas. Vio una parte de “Duro de Matar” sobretodo porque no sabía como funcionaba el menu de la pantalla y era la primera que salía.
La primera ciudad fue Tokio, que la hicieron en dos días. Los guiaba Francesca, una italiana que hablaba el español con un acento fuerte, usando el “vos” y haciendo sonar las y o las ll como una porteña. Había sido novia de un argentino durante cinco años, y mientras los viejitos paseaban por la ciudad, acompañados por su voz solitaria, ella pensaba en el chico. Que se llamaba Aristides, tenía ojos verdes y la había dejado después de un viaje desastroso a Palermo. Agotadisimos al atardecer, se metía cada uno en su habitación. De donde salían diez horas después, frescos y lavados como si hubieran pasado la noche en la piscina de coccoon. Segundo día de paseo por Tokio, con la voz de fondo de Franseca, que había cambiado su vestido blanco y sus botas por una camisa azul y jeans, pero llevaba la misma voz. Noche profunda en el hotel (los ancianos dormían como nunca). Y a la mañana salieron temprano hacia Shanghai. Fransesca, que los había acompañado al aeropuerto y se encontró con todo el día libre, fue hasta su pequeño departamento, se hizo un té y se largó a llorar con la cabeza entre las manos.
Dos dias en Shanghai, donde fueron acompañados por una guía argentina. A la mayoría la ciudad le gustó menos que Tokio, pero lo que pasó sobretodo es que la sensación de viaje se atenuaba después de varios dias en Asiay el cansancio empezaba a jugar. Pidieron un día de descanso y lo utilizaron para quedarse en el hall del hotel jugando chinchon y salieron a pasear cerca. Al día siguiente, nuevamente refrescados, salieron hacia Beijing. Después de una presentación de la ciudad en Tiananmen a cargo de una morocha con un español duro, entraron al museo de arte contemporáneo. Había una muestra de Gerhard Richter.
A María le gustaban los cuadros hiperrealistas, como una foto ligeramente borrosa. Y se quedó después atenta, asomada a los reflejos repetidos de una superposición de cristales, que el artista había dispuesto entre dos cuadros al acrílico. Después cansada se sentó en una sillita contra la pared. Entonces ocurrió el momento más importante de su vida: Un japonés le hizo una foto. La miró de arriba a abajo y le hizo una segunda toma.
Ella, entre asustada y sorprendida, acentuó su inmovilidad y los otros japones empezaron a fotografiarla. Se sentía Susana Giménez y se quedó durisima donde estaba, al lado de los vidrios. Los japoneses pasaron y ella se quedó así, porque un hombre alto, rubio, la miraba con atención. Sus colegas de excursión la habían dejado atrás. Salieron del museo y recién se dieron cuenta de su ausencia al día siguiente, en el desayuno.
"Debe estar muy cansada y se habrá quedado durmiendo ", dijo uno y salieron sin ella. Ella había sido admirada por otros turistas y cuando el museo cerró, el empleado encargado pensó « que raro, no recuerdo haberla visto ayer ». Cuando se dio cuenta que ya no había nadie en la gran sala, que el empleado de seguridad estaba en la entrada, se recostó contra la pared. Estaba molida de haber pasado tantas horas estatua. Se durmió y se despertó horas después de hambre.
A escondidas se acercó a la entrada y le quitó el desayuno al empleado que dormía. Entonces corrió a prepararse : ya eran las seis de la mañana. Y en unas horas llegó un grupo de estudiantes que hablaban una lengua desconocida, pero la miraban bien, de nuevo algunos le sacaban fotos. Después, miles y miles de ojos.
Por momentos su respiración aumentaba y la admiración general se hacía aún más notoria. Se acercaron un hombre de anteojos y una mujer de grandes ojos con un niño, hablaban en español y pudo escuchar los elogios de realismo y originalidad, le siguieron una chica rubia muy hermosa que la miró seriamente y se alejó un poquito para considerarla mejor, vino un joven morocho y se la llevó de la mano.
Ellos también hablaban en español, el chico era cordobés como ella y señaló sus carnes diciendo «que blanca». Esa noche, hasta la una de la mañana que se fue el sereno a su puesto en la entrada principal, no tuvo la oportunidad de descansar ni de ir al baño. Pero a esa hora al fin pudo estirarse y reposarse, soñó que la miraba su esposo, muerto tantos años atrás.
Se recostó en el banquito que tenía al lado y así pasó el día siguiente. Por la noche vio que la ventana estaba semi-abierta (había estado así cada noche, era una ventana alta) y con ayuda de la escalera salió. Eran las cuatro de la mañana, pero encontró un minimercado abierto donde compró provisiones para dos o tres días. Volvió a su asiento y la despertaron unos flashes. Abrió los ojos y vio todo el grupo de turistas de nuevo. El mismo Richter la estaba mirando. Cuando fue consultado sobre esta obra, no se animó a confesar que no tenía la menor idea. María tenía una camisa azul como la piel de un pescado, que resaltaba la palidez casi gris de su carne y sus dedos que parecían viejas raíces saliendo de los puños azules.
Era la mejor obra del aleman, lejos. Mientras tanto en su grupo se preocupaban y ya habían avisado a la policía. Algunos decían que se había perdido en Tokio pero la mayoría recordaba haberla perdido en Beijing. Al fin la descubrieron en la tele. Al público le gustaba más cuando ella hablaba. La entrevistaban de todos los países y ella contó que era cordobesa, que tenía dos hijos y seis nietos. ¡Milagros del realismo! La obra de Richter era una mujer de verdad.
Los estudiosos de arte pudieron incluso encontrar a los hijos, nietos y amigos de la obra del alemán. Ahora la filmaban dormir, apoyada contra la pared y la hubieran filmado también en el baño. Con el tiempo se animó y pidió que le armaran una carpita, al fondo del museo.
Poco después, cuando la exposición de Richter fue transladada al centro Pompidou en París, le construyeron allí un pequeño departamento, con un televisor, que ella no entendía nada porque solo agarraba los canales franceses. Más tarde quisieron llevarla a Italia, pero ella insistió en que estaba cansada y quería volver a Córdoba. Richter era un genio, su obra preferiría estar cerca de su familia, antes que exponerse en los museos más prestigiosos del mundo, lo que la volvía misteriosa y creíble. Y cuando pasados los meses ella se negó a exponerse vieron en eso otra muestra del ingenio del artista.
Había superado a Christo y Jeanne-Claude, en este caso era la obra misma la que se escondía y envolvía. Ella lo hacía en una casa modesta, desde donde apenas se la podía ver de vez en cuando por una ventana. Venían turistas de todo el mundo a la pequeña localidad cordobesa y se pasaban horas ante la ventana. La mayoría volvía sin haber visto ni un atisbo de María.
Una tarde murió en un hospital de Punilla. El cementerio se llenó de gente: Turistas, curiosos, estudiantes de arte, galeristas. Los críticos anunciaron que también aquello era obra del alemán. Y se preguntaron donde estaba el limite del funeral. Comenzaba en el cajón de la muerta, de allí surgían parientes, flores, coches que habían traído a los visitantes. Le seguía el resto de la ciudad, toda Córdoba, la Republica Argentina,el continente, el universo. Los críticos se dieron cuenta de que ellos eran parte de la obra, que incluía al propio artista y que fue vendida al museo de Louvre por cincuenta millones de euros, piezas también del trabajo de Richter.
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