Itinerario memorioso por el Beijing de otrora

In by Andrea Pira

El sinólogo venezolano Wilfredo Carrizales nos propone un recorrido a través del tiempo y del espacio para visitar Beijing con todos sus cambios. Desde la ciudad con carretas por las calles hasta los edificios ultramodernos. Una mirada poética y personal sobre esos cambios vertiginosos.
A finales del año 1976 conocí al viejo combatiente de la república española, “Pepe” Castedo, en su desordenado apartamento del “Hotel de la Amistad”. En aquel entonces ya él llevaba en la capital china más de diez años y se dedicaba a la enseñanza de español. “Pepe” me mostró unas antiguas fotografías suyas tomadas en la Plaza Tian An Men alrededor del año 1964, donde se veían camellos, echados sobre el suelo o moviéndose en caravanas. Gracias a aquellas vetustas imágenes en blanco y negro, un tanto desvaídas, pude enterarme de la existencia, tan tardía, en Peking, de los camellos bactrianos que venían en convoy desde el desierto de Gobi transportando mercancías provenientes de Mongolia Interior. “Pepe” también me anotició acerca de las murallas (con sus imponentes puertas) que rodeaban a la capital imperial y cuyas últimas secciones habían sido derribadas precisamente en los años cuando él había arribado a China.

¿Cuántas veces, en los dieciocho años, acumulados en dos periodos, que llevo viviendo en Peking habré pasado, a pie, en bicicleta, en autobús, en taxi o en automóvil privado, por la Plaza Tian An Men? (Una medianoche de verano del año 1978 hasta la crucé montado sobre una carreta de un campesino tirada por un caballo). En cada ocasión que atravieso la enorme y amplia plaza vienen a mi memoria hechos e imágenes de diferentes épocas. ¿Cómo olvidar el día en que “participamos” del regocijo de miles y miles de chinos que festejaban con tambores y gongos la caída de la “banda de los cuatro”? ¿O la fecha de pocas semanas después cuando, sentados delante del “Monumento a los mártires”, en el centro mismo de la plaza, rodeados por un millón de personas, civiles y militares, vestidos de trajes azules y verdes, habíamos venido a escuchar el discurso del sucesor de Mao, Hua Guofeng? Plaza Tian An Men donde Mao Zedong proclamó el 1 de octubre de 1949 el nacimiento de la República Popular China; Tian An Men, entrada frontal a la Ciudad Prohibida; Tian An Men donde los “Boxers” sitiaron a las legaciones extranjeras, donde se escenificó la caída de la dinastía manchú, donde el 4 de mayo de 1919 los estudiantes universitarios desfilaron exigiendo reformas y renovación cultural, donde ocurrieron los dramáticos sucesos de junio de 1989; espacio por donde las tropas japonesas ingresaron el 8 de agosto de 1937 a la Ciudad Prohibida…

En Venezuela yo recuerdo haber visto por televisión una película de 1963 titulada “55 days at Peking” protagonizada por Charlton Heston, Ava Gardner y David Niven, basada en el sitio de las legaciones extranjeras por parte de la insurrección de los “Boxers”. Toda aquella revuelta, matanzas y violencia me parecieron insólitas y más insólito todavía el escenario y el nombre de la ciudad: Peking. ¿Cómo habría de imaginarme yo que algún día estaría caminando por los mismos lugares donde se realizaron los encarnizados combates? Rememoro también lo que, a propósito de los “Boxers”, escribió Mark Twain el 23 de noviembre de 1900: “China nunca deseó a los extranjeros más aún de lo que los extranjeros desearon a los chinos, y sobre esta cuestión yo estoy con los Boxers cada vez. El Boxer es un patriota. Él ama a su país mejor que lo que hacen los países de otros pueblos. Yo anhelo que él triunfe. Los Boxers creen que deben expulsarnos de su país. Yo soy un Boxer también, yo creo que debo expulsarlo (al extranjero) de nuestro país”. Pierre Loti estuvo en la convulsionada capital china como oficial en el otoño de 1900 y lo que vio lo contó en “Los últimos días de Peking” (1902): “El populacho chino, quien ha hecho cientos de veces más que el invasor en la vía del pillaje, quemando, y en la destrucción de Peking, el uniformemente sucio populacho, vestido con ropas azules, con miradas aviesas, ojos perversos, pululando y serpeando, ávidamente buscando y elevando una perfecta nube de microbios y polvo. Innoble canalla con largas coletas circulando entre la muchedumbre, ofreciendo túnicas de armiño o zorro azul, o admirables sables por un poco de piastras, en su ansia de estar libre de las mercancías”.

No se veían perros (ni gatos) por ninguna calle de Peking, ni aun en los intrincados callejones, durante los años finales de la década de los setenta y comienzos de los ochenta. Estaba prohibido tener ese tipo de mascotas en los hogares. Los bargou o perros pekineses vivieron encerrados dentro de los palacios imperiales y durante la dinastía manchú había leyes muy estrictas con respecto a ellos. Eran perros para la familia real. Después de la caída de la dominación manchú los ricos chinos pudieron comenzar a criarlos hasta que con la llegada de la “revolución cultural” se proscribió todo tipo de mascotas. Hoy en día es común ver por las aceras y calzadas y por los parques y jardines de Peking todo tipo de perros que, encadenados o no, salen a pasear con sus dueños. En algunas zonas los excrementos de los canes depositados sobre las vías peatonales se ha convertido en un verdadero problema higiénico. A veces la crianza de perros en los departamentos llega a niveles de locura: una señora vecina mía cría en su pequeño espacio a cuatro perros pekineses blancos y todas las tardes los saca a pasear juntos, pero cada perro con su respectiva correa. Parece que los europeos que primero señalaron la existencia de los perros pekineses fueron aquellos que ocuparon Peking en 1860. Uno de esos bargou fue encontrado por el capitán Dunne cuando las tropas aliadas destruyeron el conjunto de palacios y edificios llamado Yuanmingyuan (“Jardín de la Perfecta Claridad”) y luego ese perro, rebautizado “Looty”, le fue obsequiado a la reina Victoria de Inglaterra. Se dice que la hija de Theodore Roosevelt, Alice, recibió un perro pekinés de la emperatriz Dowager Cixi.

A las pocas semanas de llegar a Peking por primera vez, en octubre de 1976, fui con un grupo de hispanoamericanos -tres mexicanos, otro venezolano más, una colombiana y dos uruguayos- a degustar el pato laqueado de Peking en el restaurant más antiguo de esa especialidad ubicado en Qianmen. En ese entonces, el pato lo servían con las vísceras preparadas y sazonadas ya incluidas en el precio. Recuerdo que solicitamos entrar en la cocina del restaurant para tomar fotografías y nos lo permitieron. Además, a través del otro venezolano que hablaba muy bien chino, pudimos entrevistar al jefe cocinero, quien nos explicó la manera de matar a los patos, el modo de colgarlos para que mejor se asaran y el tipo de madera que se usaba. Aquella noche salimos del restaurant colmados y contentos. Una semana después fuimos a visitar una comuna popular donde criaban patos y cuando nos condujeron al local cerrado donde los engordaban, a uno por uno, introduciéndoles un tubo por la boca e inyectándoles una masa acuosa compuesta por una mezcla de cereales, juramos no comer más pato laqueado de Peking. (Por supuesto la promesa no la cumplimos y un poco después le volvíamos a encajar el diente a las lonjas de pato envueltas con tortillas de trigo en otro restaurant más tradicional que, en una de sus paredes, tenía colgada una fotografía de 1905 que mostraba a una familia campesina de ocho miembros. Cada uno de ellos, desde el más pequeño hasta el más anciano, apretaba contra su pecho a un pato según la edad del ave).

Una de nuestras diversiones favoritas de los fines de semana era ir a la ciudad en bicicleta, porque el instituto donde estudiábamos chino estaba localizado en las afueras de Peking, a más de veinte kilómetros del centro de la capital. A esas excursiones citadinas sólo íbamos hombres, debido a que cuando caía la noche nos internábamos por los oscuros y solitarios callejones en busca de posibles aventuras, amorosas (casi imposibles en aquella época) o para entablar relaciones con personajes extraños o fuera de serie. La red de callejones era una intrincada maraña que nos incitaba sobremanera a tratar de desentrañarla. Así conocimos muchos callejones que hoy día han desaparecido para dar paso a la llamada “modernización” de la ciudad, con lo cual Peking ha perdido mucho de su encanto heredado de la época de la dominación de los mongoles.

Una vieja guía para turistas de Peking, publicada en 1897, informaba que la ciudad china, la parte sur de Peking (para diferenciarla de la ciudad “tártara” del norte), era el lugar principal para el comercio y las mejores tiendas se encontraban allí. Colindando con el recinto de Qianmen existía un bazar cubierto de forma semicircular, en el cual los más pequeños artículos, tales como joyas, flores artificiales, objetos de fantasía y juguetes eran vendidos. En la calle que iba directamente hacia el sur se ubicaban las tiendas más grandes. Allí se mercadeaban muchas curiosidades, especialmente antigüedades, como piezas de cloisonné, bronces, viejas pinturas, faroles y abanicos. Cerca de Qianmen está la calle de Liulichang, una vía que hasta hoy conserva la tradición de la venta de libros. Los teatros abundaban en la ciudad china y los especialmente buenos estaban sitos cerca de las tiendas de curiosidades. Interesantes artículos diminutos podían ser hallados especialmente cerca de la calle Hatamen. En la ciudad “tártara” existían numerosas tiendas que ofrecían curiosidades. Los restaurantes chinos también eran muy numerosos en ambas ciudades. El viajero que deseaba familiarizarse con la cocina china le era más fácil hacerlo en la ciudad “tártara”. El arte culinario de Peking abarca una diferente variedad de platos, los cuales ofrecen un sabor extraño para el gusto occidental.

El almirante Lord Charles Beresford escribió en “El derrumbamiento de China” (1899) lo siguiente: “Yo visité Peking hace treinta años. A mi retorno yo la encontré sin cambios, excepto que era treinta veces más sucia, los olores treinta veces más insufribles, y los caminos treinta veces peor en la apariencia”. Si él resucitara ahora y se paseara por la actual Peking se caería de culo por la sorpresa de encontrar a la ciudad diametralmente transformada hasta el punto de haberse convertido en una metrópolis apenas reconocible, donde sólo algunos lugares emblemáticos se han salvado de la transformación.

 

Una de las puertas de Peking que todavía existe es la llamada “Puerta de la Virtuosa Victoria”, a través de la cual regresaban los soldados chinos después de las triunfantes batallas. Antes pasé por su lado, en bicicleta, innumerables veces, camino a visitar clandestinamente a una amiga china que vivía en los alrededores. Me gustaba –y me gusta todavía- el nombre tan simbólico de esa puerta que tal vez me haya ayudado a conservar aquél romance oculto por tanto tiempo. (Yo sabía que había existido otra puerta a la que popularmente se la llamaba “puerta de la muerte”, porque por medio de ella se conducían a los prisioneros hasta el lugar de su ejecución. Esa puerta estaba ubicada en el sector suroeste de la ciudad “tártara” y su nombre real era “Puerta para Proclamar lo Militar”. De haber todavía existido la hubiese esquivado, acaso por superstición, quizá por temor a las almas errantes de los miles de ejecutados allí).

Peking fue siempre vista por los occidentales como una de las ciudades más misteriosas del mundo. Esa enorme curiosidad que suscitó en Occidente se debió en mucho a Marco Polo y su libro, donde se relata su estadía en Cambaluc, la capital del imperio mongol. Por supuesto que los posteriores viajeros medievales europeos también contribuyeron con sus imaginerías a incrementar la expectación y la intriga con respecto a la gran capital.

Fotos Wilfredo Carrizales 

* Escritor y sinólogo venezolano (Cagua, Aragua, 1951). Reside actualmente en Beijing, donde estudió chino moderno y clásico, así como historia de la cultura china en la Universidad de Beijing (1977-1982). De septiembre de 2001 a septiembre de 2008 fue agregado cultural de la Embajada de Venezuela en China. Textos suyos han aparecido en diversos medios de comunicación de Venezuela y China, entre otros países. También ha publicado los poemarios Ideogramas (Maracay, Venezuela, 1992) y Mudanzas, el hábito (Beijing, 2003), el libro de cuentos Calma final (Maracay, 1995), los libros de prosa poética Textos de las estaciones (Editorial Letralia, 2003; edición bilingüe español-chino con fotografías, Editorial La Lagartija Erudita; Beijing, 2006), Postales (Corporación Cultural Beijing Xingsuo, Beijing, 2004), La casa que me habita (edición ilustrada; Editorial La Lagartija Erudita, Beijing, 2004), entre otros.