Desde el Far West Chino: desempleo en Xinjiang

In by Andrea Pira

La cifra de jóvenes desocupados en Xinjiang es de las más altas en el país, particularmente entre en la población uigur. Tan sólo en 2008, más de un millón de trabajadores emigraron de todo China a Xinjiang para ocupar puestos de trabajo, como parte de la gran estrategia de desarrollo “Go West” de Beijing. Muchos de estos puestos laborales nunca contemplaron a jóvenes uigures locales como candidatos. En las ciudades donde han ocurrido choques violentos, la tasa de desempleo de los jóvenes uigures rebasa el sesenta por ciento.
Un día en el que no tenía mucho que hacer, fui al KFC del Gran Bazar por un café. Tenía la intención de leer un poco, escribir en mi diario y matar el tiempo. El Gran Bazar de Urumqi se conforma por dos grandes edificios: en el edificio sur, venden todo tipo de ropa y baratijas de la región; en el edificio norte, hay un área muy grande de frutos secos y hierbas para hacer diferentes tipos de té. En el sótano está un enorme Carrefour. Por ahí hay un teatro donde presentan shows de bailes típicos uigures. Una copia tamaño real del minarete de Kalyan, en Uzbekistán, adorna el centro.

Me senté en una mesa con un vaso de café de un dólar. Poco después, un joven uigur se sienta en mi mesa y me mira fijamente. Es común en restaurantes compartir mesa, pero no cuando el restaurante está vacío. Me pareció ofensiva la intromisión y decidí ignorarlo, pese a estar sentado justo frente a mí. Levanté mi libro e intenté seguir leyendo. Sentía su mirada fija. Después de un rato, le dije ni hao.

Él se presentó como Atmayán y me dijo que me conocía.

—¿Del restaurante? —pregunté.
—No. Soy amigo de Arkín —dijo en mandarín rudimentario.
—¿Arkín?
—Autobús BRT 3.

Conocí a Arkín en un autobús BRT de la línea 3 semanas atrás. Un tipo extraño. Arkín tenía pelo medio rubio y sonrisa burlona de alguien que considera saber muchas cosas. Dijo que había vivido en Nueva York con un hermano, y forzaba su acento para sonar estadounidense. En ese entonces, Arkín no estaba solo, sino con un amigo. Ese amigo es el que ahora estaba sentado en mi mesa.

—Ahhh, lo recuerdo —dije, y sorbí mi vaso de café ahora frío.

Atmayán no dijo nada más. Sacó de su bolsillo izquierdo una bolsa de Skiddles, y volcó el contenido en su boca, mientras yo sorbía más café y pensaba en algún tema de conversación. Se echó a la boca una cantidad inusual de caramelos, y su masticar se volvió ruidoso y pastoso. Lo hacía con la boca abierta, y yo podía atestiguar cómo la gran masa de colores se tornaba grisácea. Los ojos de Atmayán se interesaron en mi termo de agua, que yo había colocado para mi comodidad a un costado mío. Cuando me percaté de esto, lo escondí en mi mochila antes de que me pidiera agua (no comparto agua con extraños, lo siento).

Con un movimiento brusco, levantó la cabeza y engulló toda esa masa gris de azúcar. Volvió a sacar la bolsa de Skiddles, casi vacía, y me ofreció, pero yo me rehusé y él echó los últimos caramelos en su boca. Volvió a sus masticaciones.

Interrogué a Atmayán: 25 años, casado, sin profesión, sin trabajo, vive con su mujer y su niña de un año, en un apartamento cerca de mi casa. Parece que sí inició la universidad pero la había abandonado. Al preguntarle que cómo pagaba la renta, dice que su mujer trabaja en una tienda de ropa en el Gran Bazar, y que les ayudan los papás de ambos.

Atmayán no es una persona a la que yo llamaría muy amena. Apenas habla, viste de negro y carga con una cara inexpresiva, hinchada como si se acabara de despertar. Me empecé a aburrir y le dije que tenía que irme.

—¿Al trabajo?
—No. Tengo que comprar unas cosas en el Carrefour —le dije.
—Te acompaño.

Pensé que lo decía en broma. Me levanté y él se levantó. Bajamos al sótano y pasamos por la revisión de mochilas (en Xinjiang los guardias de los centros comerciales checan que no cargues con navajas). Lo intenté disuadir diciéndole que tenía una lista larga de cosas qué comprar, en vano. Tomé un carrito, y él iba detrás de mí, sin decir ni una palabra, y así me siguió como por una hora.

Eché al carrito algunas especias. Compré una bolsa de detergente, la cual ojeó con curiosidad. Encontré enjuague bucal, el cual le pareció algo fascinante. Compré un tapete para mi cuarto. Yo caminaba por cada uno de los pasillos, con la esperanza de ver algo que me estuviera faltando en casa. Fideos, arroz, salchichas, avena instantánea. Atmayán no miraba los productos, sólo el carrito, que poco a poco se iba llenando de cosas que no le interesaban en absoluto.

Pensé que él aprovecharía la vuelta y compraría algo para su casa. No lo hizo. La compra salió como en unos doscientos yuanes. Me sentí un poco avergonzado frente a Atmayán por gastar tanto tiempo y dinero en cosas de uso personal, pero su cara no se inmutó al escuchar el monto. A él le daba igual. Me ayudó a cargar las cosas a los lockers, donde tenía mi mochila. Me despedí de él con un efusivo apretón de manos. Me pidió mi teléfono. Se lo dí y me fui rápidamente.

¿Qué será de su vida? ¿Qué opinará de él su mujer? Dijo que rondaba por esos sectores de la ciudad todos los días, seguramente sin mayores ambiciones que sentarse a comer dulces. Le había preguntado por su niña y respondió “en casa”. ¿Sola? ¿Con su suegra? Parecía que no tenía absolutamente nada qué hacer o pensar. Y esa carencia no parecía molestarle en absoluto. Nuestro encuentro en el KFC y la ida el súper fue algo inusual que le entretuvo algunas horas. Nada más.

Al caminar a casa, por la calle Tuanjie, me percaté de que me seguía unos veinte metros atrás. Pero no hice caso y seguí de frente, apretando el paso. Cuando volví a voltear, ya no estaba.

Mes y medio después, un día, me lo topé en la calle. Yo no lo reconocí, pero él a mí sí. “¡Armando! ¿Tienes tiempo?”, dijo y se puso a caminar detrás de mí. Me siguió hasta la puerta de mi lugar de trabajo, sin decir palabra alguna. Esa fue la última vez que lo vi, en el umbral de la puerta para empleados del restaurante.


Jorge A. Ríos escribe desde Urumqi. Su blog se encuentra en China Files y en
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