China pide paso. De Hu Jintao a Xi Jinping

In by Andrea Pira

China enfrenta la última etapa de su proceso modernizador. La década de Hu Jintao (2002-2012) al frente del PCCh sentó las bases de un cambio que se aventura crucial para confirmar la emergencia de China y su viabilidad como proyecto autónomo en el orden global. Por cortesía de Xulio Ríos, publicamos un capítulo de su nuevo libro "China pide paso. De Hu Jintao a Xi Jinping". En este libro, se analizan los principales aportes de Hu Jintao en el ámbito ideológico, político, económico, social, así como en política exterior, seguridad y defensa o en las relaciones con Taiwán, definiendo los contornos esenciales de un legado que deberá gestionar su sucesor, Xi Jinping, quien ha tomado el relevo en el XVIII Congreso celebrado en Beijing en octubre de 2012.

Una nueva identidad para el PCCh

¿Se puede seguir siendo comunista en la China del siglo XXI? ¿Qué tipo de comunista se requiere? La militancia del PCCh ha crecido en la última década hasta superar los 80 millones de personas, pero ello no parece sinónimo de un avance imparable de las convicciones comunistas en el gigante asiático. Al menos, en su acepción más tradicional.

Durante el mandato de Hu Jintao se ha acentuado la búsqueda en el PCCh de una nueva identidad. No es una refundación, pero sí equivale a una apuesta por actualizar el discurso. Tampoco es una renuncia formal a su ideario y simbología. Para seguir usufructuando el poder, lo que ha planteado es un enriquecimiento del socialismo chino añadiendo alguna peculiaridad más, hasta ahora ausente, y que sin olvidar ni despreciar el ritual e incluso reivindicando el estudio de los clásicos del marxismo, plantea nuevos instrumentos para su cohesión y blindaje.

Como se ha dicho, no se trata de renunciar a su pasado, sino de actualizar su relato, su funcionamiento y competencia para seguir liderando la acción política y manteniendo su capacidad para ocupar socialmente todo cuanto sea de relevancia.

Al PCCh se le asocia con el inmovilismo, pero si en verdad fuera dogmático, no resistiría el primer año de reforma. El pragmatismo es un talismán que facilita una adaptación sin traumas, evitando igualmente una conversión automática que no acostumbra a funcionar. No obstante, parece consciente de la debilidad de su consistencia ideológica para justificar los desmanes de la China actual que, en no pocos casos, sacarían los colores no ya a cualquier comunista sino a un simple liberal.

El PCCh se conforma con demostrar ante la ciudadanía su capacidad de gestión del sistema y la generación subsiguiente de mejores condiciones de vida, mientras elude tirar por la borda la simbología, la historia, la propaganda y los mecanismos clásicos de control, quizás no siempre porque aún crean en ellos, sino porque son el refugio seguro que en caso de crisis puede justificar la negativa a ceder el poder.

Mientras tanto, gana tiempo para encontrar una nueva identidad, a sabiendas de que su fundamento en el signo clasista de la revolución, cuando la naturaleza del poder y sus objetivos a duras penas coinciden, tiene los días contados. El hábil manejo de la ambigüedad, tan propio del imaginario chino, y la inexistencia de una oposición organizada que promueva el cambio político, con voces débiles y que gozan de escasa proyección interna, proporcionan al régimen fortalezas y valiosos recursos para defender su atalaya. Pero el rumbo actual tiene fecha de caducidad. Y esa búsqueda de otro perfil para su identidad indica precisamente que lo saben.

En esa exploración cabe significar las nuevas actitudes adoptadas en relación, por ejemplo, a la religión, admitida ya como un factor de estabilidad social, o el confucianismo, entendido como aliado esencial para el mantenimiento del orden vigente. En ningún caso, la nueva tolerancia expresada en relación con ciertas manifestaciones religiosas o con el confucianismo, innovaciones de su discurso, alcanza a otras expresiones de “disidencia”, especialmente las de  signo liberalizador occidental.

La apertura del PCCh a nuevos sectores sociales, su definición como vanguardia no ya del proletariado sino de todo el pueblo, sus alusiones a la búsqueda de mecanismos de funcionamiento más democráticos, los primeros balbuceos de una cierta heterogeneidad fáctica indican cierta evolución, pero sin llegar a desprenderse del leninismo que le confiere trazos de una efectividad inconfundible.

El firme retorno de la identidad civilizatoria, no como consecuencia de la inercia espontánea generada por el vacío ideológico derivado del abandono del maoísmo, sino por una decidida promoción estatal y partidaria de la revitalización de las claves tradicionales de su singularidad, a tono con el proyecto histórico de reposicionamiento global de China, es otra clave esencial del periplo ideológico de Hu Jintao. En el plano de las ideas, ello ha adelgazado hasta lo inverosímil la presencia del maoísmo, aunque no así su principal instrumento, el PCCh, auténtica columna vertebral del sistema, transmutado progresivamente en una burocracia de signo neoconfuciano.

El nacionalismo, sin necesidad de ser espoleado por el Gobierno, va ganando terreno en una China que se esfuerza por acentuar ante el mundo el carácter pacífico de su emergencia. Los riesgos de incomprensión con el exterior que conlleva dicha apuesta no son menores que la exacerbación de las tensiones internas con aquellos otros nacionalismos periféricos que no se sienten partícipes de dicha civilización, aunque compartan con ella diversas experiencias históricas. El espectáculo del 60 aniversario de la fundación de la RPCh en la plaza Tiananmen, en el que participaron unas 200.000 personas, llevaba por título La Madre Patria y yo marchamos conjuntamente. El pueblo ha sido sustituido por la patria. La reiteración de disturbios en Tíbet y Xinjiang, más de la cuarta parte del territorio chino, alertan de la dificultad de integrar a algunas nacionalidades rebeldes que "comparten la misma cama pero no el mismo sueño". Y pueden acabar siendo una pesadilla para Beijing.

Esta China exhibe una modernidad hecha a sí misma que destaca frente a la modernidad de corte occidental, enfatizando la singularidad de su civilización-Estado, con unas fuentes de legitimidad que no necesariamente coinciden con los parámetros habituales del mundo occidental.

A corto plazo, el diseño trazado por Hu Jintao ha sentado las bases para garantizar la continuidad del proceso de revitalización de la nación china. Para un empeño histórico de esa envergadura se exige un alto grado de cohesión que solo puede garantizar una fuerza política esencialmente monolítica (aunque con sensibilidades y divisiones que apenas trasciendan) que ejerce el poder en exclusiva y con capacidad para emitir mensajes que refuercen su condición de garante de la estabilidad. No obstante, ese proyecto escora cada día más hacia la transmutación del PCCh en un nuevo poder de signo confuciano, articulado en torno a las bondades tradicionales del mandarinato, administradores honestos y virtuosos (lo que también explicaría parcialmente la importancia de la lucha contra la corrupción) cuyo objetivo es enriquecer la nación y garantizar la armonía social, pero en ningún caso alumbrar un nuevo orden emancipador. Las negativas a una liberalización, del signo que sea, no se sustentan en un proyecto ideológico de clase, antagónico de las nuevas emergencias, sino nacional.

Así concebido, este PCCh vendría a significar la actualización histórica del sistema confuciano, optando por el establecimiento de una autocracia singular. De esta forma, la actual burocracia, vertebrada y animada por el PCCh, se conformaría como un nuevo mandarinato que resaltaría las bondades de la propia civilización y de los valores asiáticos en su conjunto, simplemente asumiendo, tamizando y adaptando algunas aportaciones occidentales. Esa transformación ahondaría en el discurso nacionalista y en las claves culturales de la armonía, el equilibrio, etc., evitando una homologación sistémica que obligaría a contemplar de facto la admisión de un pluralismo efectivo o la posibilidad de la alternancia en el poder. Del maoísmo al neoconfucianismo a través del interclasismo, el PCCh plasmaría finalmente la verdadera identidad del proyecto revolucionario: el nacionalismo.

Ser comunista para Hu Jintao es ser conservador en lo político, intervencionista en lo económico, socialdemócrata en lo social y confuciano en lo cultural. Así son los mandarines chinos del siglo XXI.

Con ese bagaje se apresta el PCCh a encarar su tercera y quizás última oportunidad para conformar no solo un país rico y poderoso sino una sociedad del bienestar en una pugna que refleja lo incierto de la orientación final del proceso de reforma, recreado periódicamente, sin cerrar del todo, y a la expectativa respecto de la conformación resultante de los equilibrios en los equipos dirigentes del país y de las capacidades externas para influir en su evolución.

*Xulio Ríos es director del IGADI y del Observatorio de la Política China. Coordinador de la Red Iberoamericana de Sinología, es asesor de Casa Asia y colaborador de diferentes medios de comunicación, como los diarios El País, La Vanguardia, El Periódico o El Correo.

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[ Foto: Chinanews.com ]